El eterno retorna

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   Hace frío. Logro notar el ambiente tenso, como suspensivo. Algún recuerdo recae en mí (de tiempo en tiempo voy recordando), siento su efecto, como si hubiera comprendido algo inconscientemente, aunque no logro aclarármelo. Además veo un poco borroso. Me propongo analizar durante un instante mi situación: no sé dónde estoy, no sé si estoy solo en el mundo, creo que estoy encerrado, y lo peor de todo: no sé quién soy, o por lo menos no me acuerdo. Al echar un vistazo alrededor no descubro más que una ínfima habitación llena de vacío, una ventana y una puerta adornando la pared.    Apenas puedo moverme, o al menos siento una dificultad para hacerlo con normalidad; hago un esfuerzo y me levanto. La puerta me mira con pena. Decido analizarla luego de rascar mi barba por unos segundos: es de caoba (eso me parece), pero no noto tan suyo su color, tiene un picaporte antiguo, de color dorado.    Recuerdo. La última vez que recordé, sinceramente, es desconocida para mí. No tengo noción del tiempo que transcurrió desde que comencé a vivir, ni desde que empecé a estar en esta habitación. De hecho sí tengo un recuerdo, uno en el que algo que no logro aclararme a mí mismo sucedió, en un momento del que no soy consciente. ¿Para qué seguir recordando si lo único que lograría es reafirmar la locura de la que me supongo prisionero?    Vagamente vuelvo a advertir que la puerta se ve antigua, como añeja. Sé, casi como si fuera lo único que tengo claro en mi condenada conciencia, que no debo abrirla, al menos eso pude rescatar del horrible sueño del que desperté: en este una anomalía resultaba de la apertura de esa puerta (creo que era esa). ¿A dónde llevará esta? ¿Será realmente el infierno lo que aguarda del otro lado?    Poco a poco comienzan a surgir recuerdos en mí, incluso cada pared me dice algo. Me acerco a la ventana, a través de esta puedo ver un parque nevado, solo, con precipitaciones que reducen notablemente mi visibilidad. Es de día, y la luz del sol es la que me permite ver en mi mundo, que parece haber quedado reducido a este habitáculo. El parque está desolado, y eso me asusta. Me asusta porque no puedo ver a nadie, porque nada se mueve, y porque este estado es desconocido para mí. Puedo ver una parada de colectivo, y al lado un árbol, uno que tiene una forma un tanto singular, uno con forma de cara, con forma de maldad, con forma de angustia.    Recuerdo a Demian de Hesse. Lo recuerdo porque me identifico con Sinclair sintiendo que ese pájaro significa algo para él. Significa Abraxas. Significa un dios. Esa forma en el árbol significa algo para mí. Pero no precisamente un dios. Me trae a la cabeza una oscuridad, un tormento. Esta situación de desconcierto, extraña, me está haciendo mal, me angustia; le temo.    Nuevamente volteo a ver la puerta y siento un impulso, estoy tentado. Quiero abrirla. Me intriga mi debilidad frente a esta puerta, de este portal a no sé dónde. Por fín mi mano cae sobre el picaporte, y lo acaricia, como vacilando. Realmente no debo ser consciente de lo que puede pasar si acciono la manija.    Sin pensarlo demasiado, hago fuerza con la mano hacia abajo y la puerta se entorna automáticamente, haciendo un ruido desesperante que parece no tener final. Entra apenas luz por la rendija que se forma entre el marco y el lateral de la puerta, y noto que es una penumbra.    Vuelvo a respirar, y sin mover en absoluto la mano reflexiono. Sigo vivo. Bruscamente tiro de la puerta hasta que golpea contra la pared, un nuevo vacío se me presenta. Es un vacío enorme, hermoso, porque no lo veo, no tiene límites. La penumbra apenas me aclara lo que hay en los primeros cuatro o cinco metros que me enfrentan. Casi por instinto me abalanzo hacia delante (ya no tengo tanta capacidad para razonar, me siento más extraño que antes y empiezo a tener hambre), doy tres pasos medianos y quedo enfrentado al abismo. Es perfecto, y lo disfruto tan simplemente por ser distinto al paisaje que venía viendo desde que recobré la conciencia, aunque tal vez todo esto sea un sueño, no puedo saberlo. Hay un silencio que logra enfriar cada gota de mi sangre. Quedo suspensivo hasta que por fín escucho un susurro: “Quieto”, alguien me acompaña. Pienso por un segundo en este nuevo compañero, no tengo certeza de si su compañía es, o no, positiva, pero me deja helado de todas maneras. Habla nuevamente: “Veo que no lograste volver a descifrar el mensaje del árbol”. No lo entiendo. Logro escuchar tres pasos suaves sobre un piso de madera, tres pasos casi imperceptibles, y siento algo en la cercanía. En este punto ya no veo nada, así que todo el trabajo queda libremente sometido a mi imaginación. ¿Qué es? ¿Será como yo? ¿Qué quiere? El tiempo se me hace eterno, y nada nuevo pasa, así que decido responder: “¿Quién es?”. No sé cuánto tiempo está pasando, pero tarda en responderme. Siento algo frío como el metal sobre mi brazo, seguido por un pinchazo, pero permanezco inmóvil, y por fin eso libera las últimas palabras, que no logro razonar porque, nuevamente, todo empieza a perder consistencia.   Nota: El título es alusivo a la concepción filosófica elaborada por Nietzsche del Eterno Retorno.

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