Y ESE DÍA, NO HIZO FALTA QUE HUBIERA SALIDO EL SOL.
Por Teresa Fernández Mingorance
Enviado el 01/12/2014, clasificado en Cuentos
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Dicen que cuando se pisa un lugar por primera vez es una sensación la que invade tu alma y te deja marcado eternamente. Ese día, no había salido el sol y pensando yo que era imprescindible para poder disfrutar del paseo, las primeras gotas de lluvia me permitieron vislumbrar la belleza de una ciudad tranquila y sosegada y al mismo tiempo latiendo con fuerza, el bullicio de sus calles, su gente absorbida por los quehaceres cotidianos y con el entusiasmo de los que visitan un sitio nuevo, como si de turistas se tratara, embriagados por sus olores a tierra limpia y mojada. El eco de un tranvía rezagado porque también se entretenía demasiado coqueteando con las gotas de lluvia al pasar por la enhiesta y majestuosa Catedral, se percibía desde lejos. Y las balconadas de las fachadas oteando curiosas, desde lo alto, a la Virgen Blanca, como si fueran ellas las guardianas de tan inmenso tesoro, celosas de las miradas embelesadas por su belleza. Al pasar por Los Arquillos, unos niños jugaban deteniendo el tiempo de los recuerdos que avanzaba cadenciosamente hasta La Cuesta de San Vicente, testigo ella de secretos ocultos sepultados por los años. Al llegar hasta El Machete, allí, con el peso de la historia a cuestas pero con la honestidad aferrada a sus muros y su torre orgullosa y celosa ante aquel repiqueteo de esas campanas prendidas a los folios de la literatura, la Catedral Vieja estaría inmortalizada perpetuamente. Y bajando llegué al Portalón acordándome de San Prudencio, con su caracol y su báculo, defendiendo orgulloso su tierra y su historia.
Tú, Vitoria, moderna y europea, sencilla y majestuosa y con la elegancia innata de las que tienen ese privilegio, te alzaste ante mis ojos y anclaste mi corazón para siempre. Y ese día, no hizo falta que hubiera salido el sol.
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