EL ESPERANZA (PARTE 2/4)

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… Como una alumna más acudía a la escuela de la señorita INES, la maestra, que la tenía bien considerada porque era una niña buena y muy inteligente, y porque conocía a la familia, aunque ella conocía a todas las familias de aquel pequeño pueblo pesquero, ya que, casi toda la gente, habían pasado por su escuela y todo el pueblo la conocía, la querían y les guardaba respeto. MARIA era una niña extrovertida, hacía amistades con facilidad, pero tenía dos amigos en particular que sobre salían de los demás, siempre estaban los tres juntos, en el puerto, en la playa…por doquier se les veían riendo o corriendo. Uno se llamaba TOÑO, era su amigo del alma, mayor que ella, diez años tenía la criatura, moreno, como todos los niños del pueblo, le sacaba a MARIA toda la cabeza, y era el protector de aquella chiquilla. TOÑO quería a MARIA con si fuese su hermana, él no tenía hermanas, vivía con su madre y su padre, ROSA quedaba tranquila cuando sabía que su hija estaba en compañía de TOÑO. El otro gran amigo de MARIA era un pequeño perro, de la familia “pekinés”, de pelo algo rizado y blanco, lo llamaban “canijo”, el nombre se lo puso su abuelo porque cuando lo compró en un pueblo del interior el pequeño can era muy delgado, hoy seguía de la misma guisa, pero era un perro muy inteligente, era fiel a la niña, le obedecía en todo lo que ella le mandaba, solo le faltaba hablar. Cuando MARIA estaba en la escuela, “canijo” se quedaba en el porche de la casa esperando a su ama, y luego no se separaba de ella. Ese can se lo regaló su abuelo poco después de morir su hijo, el padre de MARIA, cuando la niña cumplió dos años, desde entonces, perro y niña, nunca se han separado. MARIA no recordaba a su padre, era muy pequeña cuando pasó aquella triste desgracia, pero su madre le habló, y le hablaba, mucho de el: cuando jugaba con ella, como corría hacia la casa cuando regresaba de faenar en la mar para abrazar a su hijita. Una pequeña foto, enmarcada, decoraba la mesita de la habitación de la niña, y cada noche, MARIA, rezaba para que su padre regresase. Eso también se lo había enseñado su madre porque le dijo que un día, cuando ella era muy pequeñita, su padre se marchó en su barco, y que en ese barco volvería al puerto con su padre. MARIA estaba convencida que su progenitor algún día volvería, por ello, los tres amigos, MARIA, TOÑO y el “canijo”, todas las tardes, cuando el sol comienza a esconderse, se acercaban al puerto, se quedaban quietos, rígidos, con la mirada hacia el inmenso mar por si “EL ESPERANZA” entraba a puerto, porque su madre le dijo que su padre regresaría cuando los barcos volvieran de faenar en la mar, pero el barco esperado no atracaba en el puerto y cada día era un frustración para la niña. TOÑO ya tenía edad, y porque era muy inteligente, de comprender las cosas, de algunas cosas que pasaban o hablaban los adultos. Sabía que ANDRES, así se llamaba el padre de MARIA, nunca volvería, nunca entraría al puerto ese barco que con tanto ahínco esperaba. “EL ESPERANZA” estaría en el fondo de la mar, porque una gran galerna lo echó a pique junto a sus tripulantes, se lo contó un día su padre, y también le dijo que un tío suyo, hermano de su madre, se hundió con ANDRES y su barco. TOÑO nunca le dijo nada a MARIA para no decepcionarla y mantener vivo el deseo de conocer a su padre, por eso, cada tarde acudía al puerto con ella y con el can para estar a su lado, para darle ánimo, incluso los días de galerna, mientras las mujeres rezaban en la iglesia, ellos iban al puerto sin importarles la inclemencias del tiempo.

   La vida de aquella gente transcurría sencilla, tranquila, tan solo sus vidas se veían alteradas cuando los compradores de pescado acudían a la lonja, el trasiego de gente era más corriente por el puerto, o cuando DOÑA INES sacaba a su alumnos para su clase de naturaleza. Todo era rutinario en ese pequeño pueblo, como si fuese sacado de un guion de cine. Un día, un domingo por la mañana, después de acudir a la iglesia a cumplir con el deber dominical, los tres amigos, MARIA, TOÑO y “canijo”, se fueron a jugar a la playa, junto al puerto, de arena fina y blanca, junto al espigón del puerto había múltiples piedras, bloques de piedras, para amortiguar la fuerza del agua sobre el espigón del puerto. Corrían, gritaban, y “canijo” saltaba ladrando. Se divertían, estaban contentos. De pronto, MARIA quedó quieta, inmóvil, con la vista puesta en las grandes piedras junto al espigón. Miró a TOÑO y se dirigieron al lugar. Sentado sobre un gran bloque de piedra había un hombre moreno, de aspecto joven, pero el otoño empezaba a aflorar en su cabello, tenía barba, una camisa blanca desabrochada y junto a él, en la piedra, una chaqueta. Se acercaron los tres amigos a aquel hombre con un poco de recelo y este, fijo, les miró.

-¿Quién eres? ¿De dónde vienes? –Preguntó MARIA.

-¿Cómo se llama el chucho? –Contestó el hombre.

-Se llama “canijo”. Es mío, me lo regaló mi abuelo.

-Una vez yo también tuvo un perro. Lo quería mucho. Me lo dio alguien que de mí se despidió.-Dijo con dulzura y suavidad.


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