EL ESPERANZA (PARTE 4/4)

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…La habitación estaba vacía y el lecho deshecho. No había nadie, solo la ventana de la estancia permanecía abierta. La niña corrió hacia la calle, miró el camino, allá, a lo lejos, donde se pierde su estela, y oteó una figura que lentamente se alejaba del lugar. Saludó levemente con su brazo en alto, dando un adiós a quién de alejaba y dijo bajito con lágrimas en sus ojos: “Adiós, JUAN, encuentra a mi papa.” Se quedó triste, pero tranquila, y “canijo” llegó hasta ella, la niña cogió en brazos al can y entraron en la casa.

Y la vida continúo en aquel pueblecito tranquilo, donde sus gentes no se apartaban de lo cotidiano, solo cuando la mar les arrebataba uno de sus miembros, o cuando algún acontecimiento de calado en ellos, se veía alterada la vida en sus moradores. Con monotonía fue pasando el tiempo, los días se hacían largos y las noches de espera, cuando no entraban barcos al puerto, o porque alguno de ellos no regresaba, se hacían interminables, odiosas. El tiempo iba pasando, los mayores se hacían algo más viejos y los niños se iban haciendo adultos. TOÑO y MARIA ya eran dos jóvenes adolescentes llenos de energía, con ganas de vivir la vida, y donde fuesen, siempre iban cogidos de la mano, eran inseparables, y de esa guisa, todas las tardes, acudían al puerto a ver la entrada de los barcos buscando, como siempre, si “EL ESPERANZA” entraba. Aunque ya tenía edad de comprender, y comprendía, las cosas de la vida cotidiana, se mantenía firme en su decisión, en su deseo. Se lo había dicho su madre, también JUAN: “Algún día tu padre vendrá, cuando menos te lo esperes.” Llevaba muchos años oyendo en su interior esa dichosa frase, la oía una y otra vez, y cuando ella recordaba la frase, grandes lágrimas corrían por sus mejillas, pero al día siguiente volvía con más alegría al muelle del puerto.

Era un día de estío, el sol iba saliendo levemente y la claridad diurna iluminaba el día. MARIA salió corriendo como una gacela de su casa en dirección al puerto. TOÑO se embarcaba y ella quería despedirse de él, a darle su adiós y desearle la mejor del mundo, pero, ante todo, que volviese. Llegó a tiempo para despedir a su gran amigo, le dio un beso y contempló como aquel barco se iba alejando de ella, y TOÑO se alejaba cada vez más. Lloró en silencio. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y sus pensamientos se volvieron negros como el azabache, pensaba que no lo volvería a ver, que, así como ella, su madre, se habría sentido cuando vio partir a su padre en “EL ESPERANZA”. Se mordió los labios y regresó a casa. La vida en ese lugar proseguía sin pena y sin gloria para aquellas gentes, su única preocupación era la mar y ayudarse unos a otros, pero MARIA cada tarde se acercaba al puerto, iba sola, pues “canijo” ya no estaba, la niña pasó un mal rato cuando su chucho murió y se prometió que nunca jamás tendría otro can, y tío PASCUAL, su abuelo, tampoco estaba. Ella y su madre lloraron con desesperación la muerte del viejo pescador y ahora vivían las dos solas en la pequeña casa junto al bosque, pero MARIA soportó con entereza estas dos ausencias.

Era un día gris de invierno. La mar estaba tranquila, el cielo encapotado y corría un aire gélido que hacía ir a sus gentes bien abrigadas. MARIA ya era una autentica mujer, cada día que pasaba era más guapa, la sencillez de su rostro y su lozanía, atraía las miradas de sus convecinos. Cada día que pasaba se parecía más a su madre, y ROSA estaba orgullosísima de su joven retoño. Madre e hija ayudaban en el puerto a los pescadores a reparar los aparejos y de más utensilios pada la pesca. Aquel día, ROSA y MARIA estaban cosiendo redes en el muelle del puerto sentadas en el suelo, aguja en mano, reparaban las artes de pesca. MARIA era un torbellino, tanto con la aguja de coser redes o con su boca. No paraba de hablar, pero esto hacía que sus compañeros de faena pasasen la tarde amena, distraídos con la charla de MARÍA o con sus ocurrencias. Cuando las risas y las carcajadas de los allí presentes eran más ruidosas, se oyó el sonar, obligatorio, de la sirena de un barco entrando a puerto. Sonriendo, MARIA, levantó la cabeza hacia la bocana de entrada del puerto. Quedó seria, inmóvil, y dijo fuerte: “Madre”. Se levantó como un rayo del suelo diciendo con asombro: ”EL ESPERANZA, madre”. Antes de salir corriendo, tan veloz como una flecha, hacia donde esperaba que atracarse el barco, se lo volvió a repetir a su madre, y a ROSA le dio un vuelco el corazón, pero se levantó con brío y siguió tras los pasos de su hija. Al llegar las dos mujeres al borde del lugar en donde iba atracar el barco, se quedaron quietas, serias fijas en el nombre del barco, el cual se veía impreso en los laterales de la proa de la nave, que así se podía leer: “ESPEANZA II”. Madre e hija se miraban sorprendidas, se preguntaban de quién sería ese barco y por qué de ese nombre que tanto les importaba a ellas. MARIA se encogía de hombros, como diciendo que todo aquello era muy extraño. Mientras un tripulante de aquel pesquero lo aseguraba en su atraque al muelle, otro tripulante saltó como un torbellino a tierra. Era moreno, al igual que todos los habitantes del pueblo, algo enjuto y con barba.

-¡MARIA! –Dijo el hombre con voz potente y abriendo los brazos.

-¡TONO! –Contestó MARIA fuerte, con rabia, y se abrazó a TOÑO con alegría.

-Mira, MARIA, “EL ESPERANZA”. –Dijo TOÑO -Siempre ha estado con nosotros y con tu padre. Esté donde esté, tu padre siempre estará con nosotros.

-Sí, TOÑO, juntos para siempre. –Y MARIA se abrazó fuertemente a su amigo de juegos.

Mientras se abrazaba a TOÑO, MARIA recordó a JUAN. Ella fue paciente, como el hombre le dijo, y aunque nunca volvería su padre, sin tendría a su lado a su querido TOÑO. ROSA, con los dedos de la mano derecha sobre la boca, y sus ojos derramando lágrimas sobre sus mejillas, contemplaba aquella escena, contemplaba como aquellos seres allí presentes seguía abrazados sin la menor gana de separarse.

 


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