Eran las cuatro de la mañana y ya se había frustrado su deseo de conciliar el sueño. La taza de café a medio tomar en la mesita de luz estaba casi tan fría como su corazón. El viento acariciaba las cortinas en el intento de barrer algún resto de angustia que él no hubiera podido ocultar a tiempo, que hubiese podido quedar a la vista de todos, y estaba claro que, en una sociedad tan enferma como a la que él pertenecía, exponer las angustias no era conveniente, sobre todo si lo único que quería era amor, quedándole como última opción la de presentar una sonrisa estúpida, reflejando algo que en él no existía.
Flexionó el torso para levantarse y sonrió, pues la locura que arrastraba consigo la ráfaga de aire que ya se fugaba por la ventana tenía un dejo compulsivo, irracional; venía de la ciudad. Sus dientes parecían marchitos de tanto abrazarse el humo a ellos, y eran un reflejo del resto de su cara, como golpeada, y su mundo. No era un panorama muy bonito, pero tampoco importaba adonde se mirara, pues todas las perspectivas iban del gris al negro; era la realidad. Calzó sus Converse viejas y salió.
Enfrentar un nuevo día no era una decisión sencilla, sobre todo si sabía que, al comenzar tan temprano, iba a ser una lucha larguísima hasta caer nuevamente en su ataúd de sábanas sedosas. Pidió a quien lo escuchara que el reloj se apurase. La calle ya no tenía hojas, el viento las había barrido. La iluminación era tan pésima como de costumbre, de modo que la caminata por la vereda se dio en una callada penumbra, que lo mantuvo pensativo de qué haría ese lunes de incipiente madrugada. Estaba solo, a pesar de la gente. Las flores eran grises y los semáforos le recordaban a una televisión que quedó prendida transmitiendo un thriller que ya nadie miraba, como una ruleta de la muerte sin importancia; y los autos pasaban, bólidos y él sin mirarlos. ¿Para qué perder tiempo, verdad? El tiempo que para él era una goma que nunca se dejaba de estirar, para el resto era una estrella fugaz imperdible.
Cuando por fin sintió que había llegado a su destino, trató de terminar de convencerse, y el fracaso lo hizo sentirse más cobarde aún. El río se veía hermoso desde ese puente antiguo. Incluso le dio ganas de fotografiarlo, para que quedara en la memoria de quien encontrase la cámara algún día, si es que alguien decidiera frenar para desperdiciar unos segundos de su vida mirando desde la cornisa la infinidad de ese abismo de agua.
Separó el pie del borde, y los instantes en el aire eran una verdadera maravilla. Conque así se sentía volar. El último segundo fue interrumpido por un golpe, con una pared de agua que se interponía entre su salto al vacío y la tercera dimensión, que ya lo extrañaba. Comenzó a nadar, buscando el roce final de esa belleza marina, de esas imágenes borrosas y de esa luz que se veía a lo lejos, posando sobre el fondo del río.
Un remolino de blancura y burbujas comenzó a sacudirlo, paseándolo por cada rincón de la eternidad en un instante increíble lleno de adrenalina. Al abrir los ojos se sintió distinto. Las calles relucían, así como las sonrisas que caminaban por ellas. El cielo azul reflejaba la fe, y el sol era muy agradable. En una esquina no muy lejana posaba una flor, que más que una flor era una mujer, que lo llamaba con la mano, pero lo confundía; jamás había sentido eso. Cada paso era un escalón al goce.
Inhaló coraje y llegó a quien lo esperaba. Al tocarse sus manos, una ráfaga de luz recorrió sus venas, y en un instante sus labios se acariciaban con un amor que parecía tener años de historia (o tal vez espera), redefiniendo para siempre la palabra amor. No dudó ni un segundo antes de apropiarse de ese ahora y dejar atrás su pasado opaco. Millones de recuerdos se quebraron en su cara, y su memoria se abrió, dejándole recordar para adelante, ganando esa capacidad que las mentes cortas y apuradas subestiman. Fue un futuro hermoso, pero corto. Tal vez ni siquiera existió. De esos tonos se pintaba su cabeza en los instantes previos a que su corazón exhalara aire gris por última vez.
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