- ¿En dónde estamos? - el pequeño inquirió a su padre
- Es el sitio al que venimos todas las noches tu madre y yo - respondió el padre y agregó - algún día cuando tú seas grande podrás venir también.
- ¿Y por qué me has traído ahora? - replica el hijo aun sorprendido por la respuesta de su padre.
- Porque no hay nadie. La casa está vacía. Por lo menos acá arriba. Abajo está la anciana y aunque no le tememos, es riesgoso bajar. Ni se te ocurra hacerlo. Vamos a inspeccionar sólo esta planta. Puedes entrar a cualquier habitación. Incluso al baño. Pero...
- Sí, ya sé - respondió rápido el junior, interrumpiendo a su padre - No debo bajar a donde está la anciana.
Y sin esperar más indicaciones se dispuso a explorar la planta alta de aquella casa deshabitada por lo menos temporalmente.
Recorrió a placer las tres habitaciones, la sala de estar, el baño... Pero la duda no lo dejaba en paz. ¿Y si bajo tan solo unos segundos? ¿Qué podrá pasarme? Ya examiné todo este sitio y mis padres no salen de aquella habitación. Podré bajar y ni cuenta se darán. No tengo tanto miedo como ellos. Voy y regreso.
Junior se acercó a las escaleras. A pesar de la intrepidez que presumía, dudó un poco antes de bajar. Finalmente lo hizo. Empezó por la sala, el comedor... Se fue hasta la cocina. Y nada. Luego vio un baño y un cuarto de estudio. Los revisó de prisa. Quería volver antes de que sus padres se percataran de su ausencia. De pronto, la puerta de la alcoba de la anciana se abrió y junior quedó atrapado en la sala de estudio que queda enfrente de la puerta del único cuarto que no había revisado. Porque estaba cerrado. Y ahí estaba la abuelita. ¿Qué hacer? ¿Salir corriendo hacia la planta alta? ¿Atacar a la anciana? Pero era apenas un niño. No tenía la experiencia de sus padres. Se encontraba en un verdadero problema.
Escuchó a la anciana avanzar hacia el estudio. Él temblaba de miedo. Tampoco se animaba a gritar a sus padres. ¿Cómo quedaría? ¿Cómo un miedoso? ¿Cómo un desobediente? Sólo se le ocurrió pegarse a la pared para pasar desapercibido...
Ese fue su gran error. Porque la anciana lo había visto y con el matamoscas en la mano acabó con la existencia de aquel miserable intruso.
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