El selfie de Manolo

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Aquel sábado no había habido ningún contratiempo. Los tres habían llegado con a penas un minuto de diferencia y la armonía y el buen rollo, como dicen ahora, reinaba en el reservado del club.

Riquelme parecía más relajado y más feliz que otras semanas. Perfecto, con su corrección habitual de empresario serio y, cómo no, católico, apostólico y romano, sonreía con su habitual moderación. En cuanto a Manolo, Manolo no cabía de gozo en sí mismo. No solo iba a disfrutar de un sábado más en compañía de sus amigos, que no era poco, sino que su hijo le había regalado un móvil de última generación que era la envidia de todo el mundo.

-“Mira, mira, mira. ¡Che, qué maravilla me ha regalado el chiquillo!”-

A pesar de que la pantalla del Smartphone tenía más botones que el cajón de una costurera, Manolo no paraba, entre trago y trago de whisky, de toquetear todos y cada uno de aquellos comandos sin saber siquiera qué estaba haciendo.

Riquelme, que no perdía la ocasión de meter baza en cualquier asunto como una especie de hermano mayor, marimandón y algo prepotente, le advirtió a Manolo que aquello tenía una batería y que éstas, sobre todo las de esa clase de teléfonos, se agotaban en un decir Jesús.

-“¡Venga, Riquelme! No seas ‘pesao’, hombre- replicó Manolo cuyo entusiasmo por el nuevo juguete, y también por el otro juguete, aquel que inventaron los escoceses para alivio de sus males, aumentaba a cada segundo.

Perfecto, para el que el ayuno eucarístico comenzaba en cierto modo los sábados por la noche en forma de moderación y una continencia que permitía, eso sí, algún que otro whiskicillo, empezó a percatarse de que el entusiasmo de Manolo estaba rebasando los límites del “estar como Dios” al desenfreno más incontrolable.

-“Manolo, tu chaval ha quedado como un rey. Pero…”-

Con un seco “Perfecto, déjalo”, Riquelme empezó a dejar de lado aquel buen ambiente para, como solía hacer, sacar su carácter de ordeno y mando que tanto conocían sus colegas.

Y mientras tanto, los whiskies se sucedían unos tras otros, como si acudiesen disciplinados y en perfecto orden hacia los labios de Manolo, cuyo rostro empezaba ya a enrojecerse sobremanera. Hasta tal punto, que tras apurar el sexto, tuvo que salir como una exhalación hacia el aseo con los carrillos hinchados como un trompetista de jazz y con la mano sobre los labios en un gesto de verdadero apuro.

-Yo esto me lo veía venir- añadió Perfecto mientras negaba con la cabeza.

Sin embargo, a Riquelme, lejos de preocuparle que para Manolo se hubiera acabado tan pronto la velada semanal, vio en aquella indisposición una oportuna aliada para poner freno a sus habituales bromas y chanzas que solían rayar la impertinencia. Al menos eso es lo que creyó hasta que, ya repuesto, y algo más fresco tras haber vomitado, lo vio aparecer de nuevo con una sonrisilla desquiciada en sus labios.

Tras un “ay, qué a gusto se queda uno”, y para estupor del pobre Perfecto, agarró de nuevo su móvil y, cogiéndolo del cuello acercó su cabeza a la suya, a la vez que encaraba hacia ambas su teléfono al grito de “¡Foto!”.

Riquelme, que sabía que él iba a ser el próximo modelo, se previno crispando su puño derecho en clara señal de advertencia. Manolo, que a pesar de su estado conocía de sobra cómo se las gastaba su amigo y ex socio, ni siquiera intentó dirigirse hacia él

No obstante, Alberto, el portero, no tuvo la misma suerte que Riquelme. El nuevo grito de guerra, “¡Foto!”, sonó al menos veinte veces más mientras que la galería de fotografías del móvil se iba llenando. Manolo y Juan Gómez, uno de los mejores clientes del club; Manolo y la señora de Carlos Mateo, otro de los clientes, y que reaccionó del mismo modo que Riquelme cuando vio que el improvisado fotógrafo se autorretrataba con su mujer. De ese modo, propios y extraños, conocidos y no tan conocidos, no tuvieron más remedio que posar junto a Manolo, con cara de cordero al que envían al matadero, para aquellos selfies intimidantes y ridículos.

Mientras tanto, Perfecto comenzó a ceñir su entrecejo con aquel gesto de querer recordar algo que era inconfundible para Riquelme.

-“Perfecto, que te veo venir. Y no. Como aquel que tú y yo sabemos, no. Aquel ni estaba borracho ni obligó ni engañó a nadie para retratarse con él”.

 


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