Continúo, pasamos la madrugada entera así: entre abrazos y sexo furtivo. Y sin embargo, el hechizo del alcohol estaba por terminar en mí. Y empezaba a salir a flote mi frialdad, mi enorme falta de tacto para estas situaciones, mi agresividad natural. Cuando los pájaros cantaban y la luz del día ya estaba presente yo quería salir de esa habitación. Me sentía asfixiado, aturdido, Majo buscaba excusas, razones, motivos para continuar ahí; para que ese momento perdure al menos un poco más. Pero no sirvió de nada, elaboré las mejores excusas; que el papá podía preguntar por ella, que la hija podría entrar en cualquier momento, que la mamá podría pasar a buscarla. Y al final gané esa batalla.
Y cuando salimos me sentía más confundido aún. Sin embargo, muy dentro de mí, me sentía feliz, intocable, venerado. Sentía que ellos, mis amigos, me miraban con envidia, porque hicimos (Majo y yo) lo que muchos de ellos también hubieran querido hacer. Y en la cima de mi arrogancia sabía que yo era a quien ella eligió. Yo fui el encargado de darle un regalo especial de cumpleaños, mientras los demás intentaban dormir sin éxito, ya que entre el ruido de los gemidos y los golpes de la cama con la pared no había margen alguno de silencio.
Sin embargo había en mí temor. Esperaba que Majo comprendiera que lo que pasó no fue más que sexo. Y la veía a ella sonriéndome con la mirada pegada en mis ojos. Como buscando la soledad y el silencio para los dos. Y yo condescendiente, con la guardia bien alta por si la cosa se ponía dura. Hubo un momento en el que me pidió un beso y con la misma condescendencia con la que me movilizaba, le correspondí el beso. Sin embargo, como dije antes, cuando las dificultades existen, las diferencias son enormes o los principios son irrompibles, uno ya sabe lo que tiene que hacer y yo ya había tomado mi decisión: no podía amar a Majo por ningún motivo y debía cortar de raíz lo que pueda nacer de ese encuentro.
Y así lo hice, o al menos intente hacerlo. Me despedí de ella con un simple y fugaz beso en la mejilla, salí casi corriendo y reflexioné durante horas sobre lo que había ocurrido. Todo estaba en orden hasta que la represa que contenía la enorme cantidad de sentimientos cedió y empecé a ver a Majo hacia donde mirara, comencé a extrañar su voz y ese tono ecuatoriano que lleva al hablar, su forma sutil de caminar, de mirarme y tocarme; y sus bromas, esas bromas que son tan poco graciosas que a uno lo hacen reír a carcajadas.
Me golpeaba y sacudía mi cabeza cada vez que pensaba durante un tiempo prolongado en ella para así ahuyentar su recuerdo, pero nada parecía funcionar. Ella ya estaba dentro de mí. Y pasó días enteros dentro hasta que finalmente logró salir en silencio.
Bien. En este punto ya llevo más de mil palabras escritas, todas dedicadas a ella aunque jamás llegue a leerlas. Siento que las merece y esta es mi forma anónima de agradecerle. Ahora terminaré este relato explicando el porqué de su nombre. Hace unos días estuve hablando con ella, ya con la guardia baja. Y sin embargo sentí como mi posición se tornaba defensiva cuando de golpe me preguntó si quería que me dijera algo con amor. Yo respondí sí, con cavilación. Y ella simplemente me dijo: amortiguador.
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