Desde aquella mañana en que cumplía 18 años, y recibió de sus padres un automóvil compacto como regalo, la felicidad de Enrique fue tan notoria que no daba un paso fuera de casa, que no fuera en el auto. Si le pedían ir a comprar algo a la tienda de la esquina, lo hacía en el coche. Y qué decir a la Universidad, con los amigos, o con la novia. Los fines de semana, Enrique desde temprano, salía a presumir sus habilidades como conductor. Y sólo regresaba a comer. Para marcharse de nuevo a conducir. Dejó de ir al cine con su novia porque no existían auto cinemas en la pequeña ciudad donde vivía.
Un mes después, la euforia continuaba.
- Ya se le pasará- Decía su padre - Me sucedió algo parecido cuando tenía su edad.
- No lo consientas demasiado - Doña Aurora replicaba - Ahora hasta los deberes del colegio, los hace adentro del vehículo.
- Ya se le pasará - Volvió a decir don Alberto indiferente
A los tres meses ya no quiso dormir en su recámara. Llevó sus cobijas al auto y pernoctó en él. El carro estacionado en frente de su casa, parecía más bien un hotel ambulante. Doña Aurora que desde un principio no estuvo de acuerdo, ahora le llevaba desayuno, comida y cena hasta su auto.
Enrique compró una rasuradora para llevarla en el auto. Lo que a simple vista era algo normal. Pero el colmo llegó cuando quiso convertirlo en un baño portatil, instalando un jacuzzi en la parte trasera. No habían de ese tamaño pero mandó a construir uno, ex profeso para su carro. Después de haber quitado los asientos y colocado cortinas opacas, por supuesto. Cuando decidió desprender el asiento del copiloto para instalar una taza de baño, su novia lo dejó. Pero a él no le importó. Estaba enamorado de su automóvil.
Pidió a sus compañeros de la Universidad Cristóbal Colón que instalaran una cámara para presenciar las clases en vivo, previa autorización de los docentes. Quién sabe con qué pretextos. Y las cursaba desde una computadora instalada en el tablero del auto.
Comenzó a comprar hamburguesas y otros productos que se venden sin necesidad de bajar del coche. Porque la mayor parte del tiempo se encontraba sentado en el asiento del conductor. Ahí conducía, leía, comía, se afeitaba e incluso dormía.
Justo al año, la mañana de su décimonoveno aniversario, despertó sentado, como de costumbre en el asiento del conductor. Con la cabeza acomodada sobre el volante. Se incorporó y se miró en el espejo. Me falta una buena afeitada, pensó. Entonces buscó la rasuradora portatil y ... Descubrió que sus brazos se encontraban extendidos a los costados del asiento, completamente adheridos. Con excepción de las manos. Cuando intentó moverlos y no pudo, comenzó a preocuparse. Porque en realidad, sólo podía mover los dedos. Ni siquiera podía despegar la palma de su mano. Trató de mover los brazos y consiguió ajustar el asiento. Incluso podía girar hacia atrás. Pero los brazos continuaban pegados. Flexionó los pulgares y se abrieron las ventanillas. Con el índice de la mano derecha se movía la palanca de velocidades. Con el índice de la mano izquierda, encendía o apagaba los faros. Giró la cabeza y se movió el volante. Quiso mover los pies, que no pudo levantar y consiguió activar los pedales y el motor de automóvil. Inclinó su espalda sobre el asiento y el carro, una vez encendido, se fue en reversa. Con el pie izquierdo, a fondo, logró que el carro se apagara.
- ¿Qué está pasando? - Pensó, ya bastante asustado - Esto debe ser un sueño.
Pero no lo era. Y pronto descubrió que podía controlar todas las actividades del carro con las extremidades de su cuerpo. Y dejó de preocuparse. Aprendió cómo asearse. Girando el asiento hacia atrás y activando con otra de sus falanges la regadera y el jabón líquido, podía bañarse.
Lo que sí les preocupó a sus padres es que dejara de comer. Y de hacer sus necesidades corporales. Al principio, su madre le llevaba atoles y otra tipo de alimentos líquidos que Enrique ingería sólo por complacerla. Porque en realidad, no le apetecían.
Un día, quiso mover el automóvil y descubrió que se había consumido toda la gasolina. Por lo que pidió a su padre que le llenara el tanque.
- Claro que sí, muchacho - No faltaba más.
Y desde que llenó el tanque, Enrique se sintió eufórico. Y le agradeció a su padre.
- ¡Qué agradeces, muchacho! - dijo su padre - Me gustaría hacer algo más por ti.
- Ya lo has hecho, papá - Respondió - No sé por qué pero ahora sí me siento satisfecho.
Don Alberto se preocupó al momento pero luego lo tomó con buen humor. Ya no tendría su esposa que procuparse por prepararle alimentos a su hijo consentido. Bastaría con llenarlo de gasolina. Como a cualquier automóvil.
Y Enrique aprendió a alimentarse por sí mismo... En las gasolineras.
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