Ironía por duplicado (capítulo 1/4)

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Hacía ya más de dos meses que no sabía nada de Santi. Desde aquella tarde en la que me ofreció a su amigo Akim (léase mi experiencia “De repente, un extraño”) sin ningún escrúpulo y mostrando más bien poco respeto por mi persona, decidí no volver a verlo nunca más. Esa tarde pseudo morbosa de hacía dos meses había sido una experiencia sexual muy abrumadora, es cierto, pero a la vez me convencí de haber sido utilizada y, por lo tanto, proyectó en mí un complejo objetivamente injustificado de guarra hedionda, un concepto muy machista que, por influencias educativas anticuadas o convenciones sociales del medievo, no podía sortear con facilidad. Disfruté tanto de Akim que, definitivamente me advertí un mero objeto de deseo en manos de un desaprensivo. Una sensación extraña y contradictoria invadía todo mi cuerpo y, lo que es peor, toda mi alma. Habían días que aún me excitaba pensar en ese monstruo de piel cobriza, y en el hombre a él pegado.

 

Pero de eso hacía ya mucho, y ahora estaba disfrutando con 3 amigas en un bar de mojitos en pleno barrio del Borne. Todos los jueves, viernes y sábados intento evadirme de mi rutina estudiantil enriqueciéndome con la compañía de mis amigas más cercanas, con las que compartimos risas y experiencias. Ahora mismo se había puesto de moda “ir de mojitos”, y la zona sur de la ciudad es el punto caliente para reunirse y para los encuentros imposibles, para aproximarse también a antiguos conocidos o conocer mejor a viejos presentados. Da la sensación de que toda la ciudadanía noctámbula se da cita en tres calles del casco antiguo tres días a la semana. Son noches divertidas, de asueto, en las que puedes acabar saturada de sociedad y ebria de relaciones, o incluso acompañada por un viajero aleatorio gracias a un simple impulso sexual. Yo tenía por norma, desde hacía ya varios años, no acostarme con tíos a los que había conocido esa misma noche, y mucho menos estando bebida ya que, en las dos ocasiones que me lancé, simplemente porque me hervía el coño, me encontré a la mañana siguiente en la cama con un desconocido asqueroso y maloliente. La mera perspectiva de repetir algo así me daba náuseas.

 

Pero el problema de nuestra existencia es que las casualidades existen, y que las ironías del destino te enfrentan a los fantasmas de tu pasado, aunque éste sea cercano. Así fue cómo me tope de bruces con uno de mis espectros. Esa noche era una más, un viernes creo, estaba disfrutando de buena compañía y riendo con las amigas y dos plastas que se nos pegaron durante la velada. Y lo vi aparecer. Cruzó la puerta de entrada y, justo cuando yo tenía los ojos clavados en ese ente, él se giró para devolverme la mirada. Akim iba acompañado de otro tío que, afortunadamente, no era Santi. Solo me faltaba el patético número de un señorito ofendido o despechado. Por un momento suspiré de alivio y, a la vez, lo reconozco, me invadió un escalofrío vertiginoso por todo el cuerpo que me hizo temblar con un latigazo. Sin duda mi semblante cambió de repente.

 

“¿Estás bien?” me preguntó Ana.

“Sí, creo que he bebido demasiado hoy”, le respondí consciente de que era una respuesta falsa.

 

Mirando a Akim desde la esquina del lugar, desde la mesa en la que nos hallábamos, supe reconocer cada detalle físico que, en su momento, me había poseído salvajemente. Aquellos pensamientos que aún me ocupaban esporádicamente desde entonces, se estaban reuniendo en uno solo, haciendo que mi propio estado físico cambiara radicalmente de talante para pasar a calentarse progresivamente. Intenté disimular mi interés por el personaje y, de vez en cuando, me reincorporaba a la tertulia y a las risas. Esto ejercía, a su vez, de extintor a las llamas que estaban prendiendo bajo mi ropa interior. Realmente no esperaba esta reacción fisiológica propiciada por mi mente puesto que, como he dicho antes, Santi y Akim eran ya una experiencia finita. El problema es que mi chocho tiene ideas propias. Y mucha hambre.

 

Pasaron los minutos e intuí que Akim no iba a dirigirse a mí para nada. Sin duda me había reconocido, pero no parecía interesado en saludar siquiera. Su carácter misógino y su cultura machista le impedían comportarse como una persona educada o, como diríamos en sociedad, “como un caballero”. Por un lado celebré esa pose suya, no se me ocurriría cómo abordar la situación y, sobre todo, no sabría cómo presentar ese gigante a mis amigas Ana, Mónica y Esther. ¿Qué les diría? “Os presento a Akim, un amigo de las minas de azufre”... o “este es Akim, chicas, el empalador de Transilvania”. ¡Nah! Mejor así. El contrapunto inapropiado a todo esto es que el cabrón de mi coño iba diciendo “au au auuuu”. Pero ni caso.

 

Akim y su amigo estaban de pie en la barra, tomando unas cervezas y echando las miradas a unas y a otras. En ese sentido no destacaban del reto de varones: iban de caza. Y mi estúpido orgullo no iba a permitir eso. O sea, ¿este cabrón se atrevía a dejarme la cara hecha unos ciscos dos meses antes y ahora ni siquiera me iba a decir “hola”? Ni de coña. Me excusé con mi grupo y me levanté para dirigirme hacia la barra con la intención de “pedir otra copa”. Mi aspecto era muy seductor, cuando salgo por la noches intento ser siempre el objeto de deseo de los machos alfa en busca de carnaza fácil. Era un juego al que me gustaba apostar para luego hacerme la estrecha y resistirme lascivamente a cualquier oferta. Lo cual me obligaba a volver a casa sola y más caliente que el palo de un churrero. El onanismo diario era lo que regulaba mi temperatura para el resto de la semana. Esa noche recuerdo que llevaba el pelo recogido con un lazo de estampado británico, una blusa blanca con ribetes de encaje, una minifalda a juego con el lazo y unos leggins granate que llegaban a la parte alta del muslo. Mis armas eran, sin lugar a dudas, de destrucción masiva.


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