CUENTA LA LEYENDA

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Cuenta la leyenda, que una tarde invernal de muchísimo frío el niño Jesús, divertido y travieso como de costumbre, aburrido ya de jugar siempre a lo mismo, llamó a los angelitos, sus compañeros de juego, y se bajaron a los sótanos de la iglesia. Y con esa mirada infantil, y a la vez curiosa, esos ojitos fueron descubriendo bajo los trapos imágenes de santos, relicarios y cálices antiguos, unos paños de misa y un gran baúl carcomido por la polilla. Al abrirlo, encontraron unos pinceles y unos tarros de cristal que contenían una especie de polvos de colores. Uno de los angelitos, el más travieso de todos, le hizo señas al niño para que estiraran la tela en el suelo y, como por arte de magia, fueron volcando en el viejo trapo esos pigmentos y extendiendo con tal maestría, que el mismísimo Leonardo Da Vinci se hubiera quedado sorprendido ante la destreza de sus falsos pupilos. Y como si el maestro fuera dando instrucciones sobre como coger los pinceles y hacer las mexclas de los colores, ellos empezaron a dibujar y a rellenar aquel trozo de lienzo envejecido y amarillento.

Después de un largo rato sin saber dónde se había metido su niño, porque siempre encontraba un rincón nuevo, en el campanario, en el coro, en el confesionario..., la Vigen lo llamó inquieta y apareció con toda la cara llena de pintura, despeinado y cabizbajo y los angelitos detrás de él con media sonrisa, que reflejaba que habían hecho un buen trabajo. Y se acordaron, entonces, del maestro Leonardo, que podía haberlos tenido por sus mejores aprendices.


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