Las 9 rosas

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Era un 14 de febrero como otro cualquiera, un 14 de febrero en el que tienes alguien a quien felicitar, en los que te despiertas de un salto.

Sonaba el despertador marcando las siete de la mañana, y el día no parecía muy distinto del resto de días de esa semana, frío y con algo de claridad entrando por la ventana. Pero ese día sabía que no era igual que los demás, ese día tenía que hacer mil cosas, o al menos, eso recuerdo.

Recuerdo apagar el despertador de mala gana y sentarme al borde de la cama a pensar en lo que tenía que hacer ese día, hasta que la recordé a ella, era un día especial, eso nos hacen creer las floristerías al menos…

Bajé corriendo las escaleras dejándome el talón en el último escalón como de costumbre, y salté a la pata coja hasta la cocina, esquivando como pude el comedero de Sombra.

Ese día tras las clases debía preparar algo importante, algo para ella, Patricia, una chica preciosa de pelo rizado, rubia, con unos ojos grises que te llegaban al alma, con una sonrisa eterna y preciosa, de esas que te hacen sonreír a ti también sin saber por qué, y no podía perder ni un solo momento.

En 9 meses se iba a estudiar fuera, así que me propuse algo, hacer que esos 9 meses fuesen inolvidables regalándole una rosa cada mes, una rosa en un lugar especial, un día especial, y con un significado especial.

La primera había llegado el mes anterior, acompañada de un enorme oso de peluche puesto en mi cama, que debía encontrar por sorpresa. La segunda, el día de San Valentín, ese día nadie espera rosas ¿verdad?

Ese día lo tenía todo planeado, ella vivía lejos de mi, a unos 30km, por lo que no había riesgo de que me pillase haciendo nada. Llevé la rosa a un restaurante, uno bonito, con antorchas, a la luz de la luna, tenía que ser especial.

Al hablar con la camarera, una chica de no más de 30 años, le expliqué la situación y accedió encantada, se quedó la rosa y una pequeña alianza guardada en una caja de terciopelo rosa, nada fuera de lo normal, era estudiante, con el presupuesto que ello conlleva..., ella se encargaría de traerlo a la mesa a la hora del postre, al ver la rosa sabría de qué se trata todo.

Pasado el momento de vergüenza y las miradas de ternura de las más de tres camareras cuarentonas volví a mi casa, ya solo quedaba avisarla a ella de que viniese y esperar a que todo saliese bien.

Llegaron las 8 de la tarde, y ya me había dado el aviso, así que cogí mi americana, me puse los pantalones haciendo equilibrio al lado de la cama, me puse los zapatos y corrí hacia la puerta, allí estaba ella, un poco más bajita que yo, sonriendo, con un vestido negro que marcaba bien sus curvas y los labios rojos, destacando sobre todo lo demás.

La cogí de la mano y la llevé a mi limusina, un Opel Corsa con 15 años de antigüedad, lavado desde hace poco, lo cual no escondía el desconchado de la carrocería, pero bueno, menos da una piedra ¿no?

Llegamos al restaurante a eso de las 8 y media, cuando el sol ya se había ido y se agradecían las chaquetas, así que nos sentamos cerca del calefactor y nos atendieron.

La noche pasaba tranquila, hablando de cómo nos iba las prácticas, del tiempo que nos gustaría pasar juntos y de todos los planes que quedaban por hacer, aunque por dentro me estuviese muriendo pensando que todo acabaría en pocos meses.

Llegado el momento trajeron la rosa, ella se dio cuenta y se encendieron sus mejillas. Vio la rosa, le di la alianza mientras me miraba con unos ojos preciosos, brillantes, que decían más de lo que hubiese sido capaz de decir yo en ese momento, y le di una carta, una carta donde me entregaba completamente a ella, donde le decía que iba a luchar por ella hasta el último momento. Sus ojos al borde de las lágrimas lo decían todo.

Acabada la carta nos fuimos al coche y vinimos a mi casa. Esa noche no hubo más palabras, no hubo sexo, no hubo nada más, solo miradas que lo decían todo.

Nuestra historia acabaría en unos meses, pero esa historia no dejaría que fuese como las demás. Esa historia jamás ha sido como las demás.


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