Mayo, el mes más florido de todo el calendario Gregoriano, y en otra época, no muy lejana, el mes de las flores, el mes de María, de la Virgen María. Un mes donde los alumnos llevaban flores a la escuela para decorar las mesas, un mes donde todas las tardes se rezaba el santo rosario, sobre todo en las escuelas de FALANGE y SECCIÓN FEMENINA, y donde ninguna de esas tardes faltaban los cánticos enzarzando al régimen dominante en esa época. El rezo del rosario, las flores y los cánticos, eran elementos asociados a las calurosas tardes de Mayo, donde la enseñanza era cuestionada por el vulgo, más partidario de una educación estricta e integral, que estar todas las santas tardes perdiendo el tiempo, pues la gente consideraba los cánticos, y todo lo demás, una clamorosa pérdida de tiempo ralentizando la formación del alumnado. Eso ocurría en pueblos como el mío, que tenía una rica vega o huerta, ya que era más fácil hacerse de las dichosas flores que en otros lugares, pues con una escapadita al campo se cogían buenos ramilletes para lucirlos en las escuelas.
Era un día de ese mes de Mayo, la tarde iba cayendo y su luz diurna se llenaba de la sombra oscura que el anochecer iba aflorando, una sombra que extendía su capa haciendo todo negro. En el cielo se podía divisar una gran nube redonda, ennegrecida, y sobre ella otra más pequeña, dando la imagen de una gran nave alienígena que parecía cruzar el espacio, tras ella se podía ver pequeñas nubes redondas, también ennegrecidas, de mayor a menor hacia el horizonte, parecían naves más pequeñas y de escolta. A la vista de algún forofo de la TEORIA DE LOS ANTIGUOS ASTRONAUTAS, pensaría que era una invasión extraterrestre, pero esto estaría lejos de la realidad. Y el sol se iba escondiendo, como huyendo de esa capa negruzca, como avergonzándose de su cansancio, entre las montañas y el horizonte de un piélago tranquilo, en total calma. El color rojizo del sol al esconderse, se reflejaba en las nubes ennegrecidas dando un aspecto tenebroso, asombroso, y las aguas de ese mar tranquilo se impregnaron de su color rojizo dando la expresión que la mar mostraba su sangre, y la luna parecía que rielaba en sus aguas. Era un atardecer lindo, maravilloso, único, puesto que no hay dos atardeceres iguales, pero parecía más propio de otoño que de primavera, porque ese día de Mayo era desapacible con sol, nubes y algo de viento de poniente, dando sensaciones de gran frescura ambiental.
Contemplando este atardecer se encontraba Agustín. Sentado en un pollo del paseo del pueblo, con su mirada fija en el horizonte, a su izquierda las playas, a su derecha La Caleta, que parecía dormir en la falda de sus montañas, contemplaba atónito como el sol iba desapareciendo y la luz se iba convirtiendo en oscuridad. Agustín es enjuto, algo encorvado, usa bastón, ya no cumple los ochenta años, pero tiene vitalidad, como los auténticos calés, porque Agustín es gitano, de los que se dedicaban al trapicheo, al engaño, pero era un gitano honrado, como decía el algunas veces.
El paseo está por encima del nivel del mar, el gitano, sentado, parecía estar en un trono, y con su mirada fija se puso nostálgico, miró hacia atrás y afloraron los recuerdos. Él no era del pueblo, no había nacido en el pueblo, pero se consideraba hijo del pueblo. Era granadino, gitano del Sacromonte, allí vivió en una cueva, allí disfrutó de la liberad en su pura esencia, aprendió que el gitano no tiene ataduras, que es libre, que debe usar la cabeza para lograr sustento sin doblar el espinazo. Recordó cuando se dedicaba al trapicheo, al engaño de payos y gitanos, cuando recorría los montes solo, o cuando iba de feria en feria trapicheando y haciendo trueques, y en más de una ocasión se vio con sus huesos entre rejas. Recordó con hombría el día que tuvieron que salir del Sacromonte, pues los Heredia, con su patriarca al frente, Agustinico, su padre, y el mismo, se enfrentaron en una reyerta a los clanes de los Vargas y de los Cortés, por asunto de honor gitano y por competencia en asuntos de distribución comercial. Después de la reyerta cada bando enterró a sus muertos, pero el consejo patriarcal expulsó a los HEREDIA de GRANADA.
Agustín, desde su trono, seguía con sus nostalgias, con sus recuerdos. Sabía que el pueblo lo apreciaba, que nunca tuvieron miedo del gitano granadino, que tenía buenos amigos entre los payos, porque él se ganó su respeto día a día sabiendo convivir entre gitanos y payos. Amaba al pueblo y se sentía uno más, y allí formó su familia, y en el pueblo nacieron todos sus nietos. Y miró más a dentro, en sus raíces: el churumbel gitano nunca fue a la escuela, la vida la aprendió en la calle, su escuela fue su familia, su universidad la calle; el engaño, la libertad, el olor de su hembra, son cosas innatas de la raza calé, pero los tiempos modernos están acabando con los gitanos. Agustín apretaba sus labios y movía lentamente la cabeza asintiendo su pensar. Después de un pequeño lapsus, pero con una leve sonrisa, se decía: hoy el gitano es culto como los payos, hasta mis nietos me quieren enseñar a leer y escribir. Yo nunca he aprendido a leer y escribir, pero nadie ha engañado a Agustín Heredia, se decía el buen cañí. La oscuridad le hizo levantarse y comenzó a caminar apoyándose en su bastón con lágrimas en sus ojos, y apretando los labios fuertemente, volvieron sus nostalgias: se está muriendo el auténtico gitano, ya no existe el gitano trapichero, ya no hay cañí que disfrute de su libertad, y lo más importante: ya no hay gitano que vaya solo al monte, ya no hay un solo calé que tenga miedo a la Guardia Civil.
Y así, lleno de nostalgias, de recuerdos, Agustín se fue alejando del lugar guardándose sus recuerdos, sus nostalgias, dentro de su corazón y dejando atrás aquel bello, y al mismo tiempo, tenebroso atardecer.
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