DIMENSIONES Parte 1

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La aguja hipodérmica atravesó el pellejo flácido y elástico con cierta dificultad, al tiempo que le producía un ardor característico que ella conocía muy bien pero esta vez, la dosis era el doble o el triple, tenía una crisis muy grande. No sabía exactamente el motivo, eran demasiados los elementos conformantes de su comportamiento, por lo tanto la razón inicial se le había extraviado.

De momento no sentía nada, sólo una efervescencia en todos los músculos, poco a poco una fuerza envolvente como una posesión diabólica le fue llenando el cuerpo por dentro, por fuera ya no sentía nada, luego comenzó a subirle desde las rodillas hasta el cerebro para caer como un plomo sobre sus sentidos, haciéndole perder el hilo de la realidad.

Primero fue risas, alegría, acompañadas de destellos de luces en sus ojos. Olvidó donde estaba ubicada en la residencia, su subconsciente se desprendió, vagando a su alrededor, flotando sobre su inteligencia y no podía discernir en cual de sus personalidades estaba, si en la material o la irreal. También se le antojaba como un sueño pero se sentía como despierta aunque ahora no podía moverse. Su voluntad se hizo renuente de obedecerle, tampoco tenía seguridad de dar la orden indicada a sus miembros.

Sabía que estaba sentada con los ojos abiertos, junto a la mesa en la cual quedó la jeringa, había agua destilada en un frasquito pequeño, en otra parte una goma utilizada para estrangular su brazo en busca de la vena ya pinchada en ocasiones anteriores. Sabía que estaba sentada y sabía que su subconsciente volaba dormida y despierta a la vez. Quedó en el umbral entre ambas situaciones, sin voluntad, sólo como espectadora.

Una de sus personas, no importa cual, adoptó las posturas que en la vida le parecían inconcebibles, las cuales yacían en alguna parte de su mente. Ahora había perdido todo sentido común y estaba como en sueño, si es que cabe la expresión.

Esas posturas inmorales que le horrorizaban porque representaban el aspecto negativo de su existencia, ahora las tenía todas en frente y detrás, rodeada por sí misma, por su miedo pero no podía gritar ni hablar ni moverse. La desesperación fue cabalgando a sus entrañas sin precisar dónde. Le faltó la respiración, creía que si olvidaba respirar moriría asfixiada pero no se le olvidaba, aunque quisiera dejar de respirar no podría hacerlo y sin embargo no respiraba.

 Quien sabe si por el pánico, la angustia o por la toxina que envenenó sus glándulas hasta paralizarla casi, lo cierto es que adquirió un color ocre pálido, así como una expresión histérica en su rostro con una condición estática, como si el tiempo se hubiera detenido. Dejó de ser ella.

Los ojos abiertos y la mandíbula caída en una mueca, vestigio de la risa inicial, le dieron un aspecto cataléptico profundo o mejor aún, como un cadáver, porque también la temperatura le bajó anormalmente. El corazón dejó de latir en forma perceptible y la respiración no existía. Todo era muy extraño, a primera vista podría decirse que estaba muerta o casi muerta.

 Solo un examen científico minucioso hubiera determinado que se encontraba a un paso de cualquier condición, su subconsciente, su vigilia, sus alrededores externos, todo existía revuelto. En ellos se movía su ser etéreo vergonzosamente, pero no podía regir en nada, quedó como un vegetal humano. Atrapada así, perdió la noción del tiempo, un instante le parecía toda la vida, en diez minutos transcurridos siguió como al inicio. Fue sólo cuatro horas después que su compañera de habitación, quien conocía sus debilidades, la encontró como había quedado, exactamente igual.

Superado el shock inicial, trata de reanimarla golpeando sus mejillas “¿qué has hecho? ¡Dios mío!”; cuando la agarró para auxiliarla se fue de cabeza. La falta de pulso, la helidez de su cuerpo y la expresión en su rostro no le dejaban  dudas sobre su condición, muerta. “¿Qué más puede tener? ¡Dios mío!”

Carmen la tomó con mucha fuerza que no tenía, acostándola en la cama. Tuvo miedo, pero el instinto de preservación la ayudó, primero se deshizo de todo lo que había sobre la mesa. Le parecía absurdo todo lo que estaba viviendo, trató de ordenar un poco la habitación, buscó los lugares donde Inés acostumbraba a guardar las raciones de narcóticos. Las lágrimas en sus ojos era el reflejo de la sensación de culpa que sentía.

Por su mente desfilaban muchos pensamientos involucrantes, “¿pero cómo?... ¡Diablos! te lo decía, déjate de abusar.., un día pasarás un susto... Pero, ¡no! tenías que seguir. Ahora, ¿qué diré a tus padres?.. ¿Y la universidad?.. ¡Diablos! y mil diablos! no sé que hacer”. A veces pensaba en voz alta o mejor, gritaba. El terror la traicionó, lo ocurrido daría que hablar, investigaciones, intrigas y su conciencia no la tenía a prueba de cualquier evento.

Lo mejor que se le ocurrió fue llamar a Aída, antes que a la policía, esta última las conocía a las dos, además conocía los padres.

Cuando llegó, Inés yacía inerte, observaba todo aquello que hacían Aída y Carmen, se colaba su subconsciente como un espíritu revolando por la habitación, chocando con los cuerpos de ambas. Le parecía absurdo lo que estaban diciendo de ella, el cuerpo lo tenía muerto con la mente pasmada en otras dimensiones, quizás varias dimensiones juntas a partir de la quinta, pero no tenía conciencia.

- ¡Aída! ¿Qué hacemos?.. ¡Llamemos a la policía!

         - ¡No!.. Mejor a su casa, sabes que es una familia de cierta clase que desearían evitar cualquier escándalo. Sus padres decidirán que hacer.

          - ...Y ¿si hay averiguaciones?.. ¿Y si la abandonamos en otro lugar?...

         - ¡No digas tonterías, por Dios!.. En último caso, dirás lo que viste.

Poco tiempo después era pasada la medianoche, la residencia para estudiantes se vio repleta de personas. Los padres de Inés, un hermano, el médico, el comisionado de la policía que también era adicto a la familia, la dueña de casa y muchos curiosos certificaron la defunción por un paro cardíaco. Telepáticamente todos allegados sabían lo acontecido, los pensamientos viajaban a uno y otro individuo junto con el subconsciente de Inés que a fin de cuentas era quien mejor volaba y aún cuando se cruzaban entre sí no se encontraban.

Sabían lo acontecido pero le pusieron el nombre de paro cardíaco, las marcas de pinchazos en sus brazos lo corroboraban, pero se llamó como menos lesionara la reputación de la familia, de todas formas ya no había nada que hacer. Pensaron que fue su decisión.


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