La última habitación

Entré. Una habitación de hospital. No hay nada glamuroso en ello. Una cama. Ahí yacía él. Mi hermano. Le avisé que pasaría esto. La vida tiene sus límites. Él se creía inmortal. Me miró con ojos entreabiertos. Iba hasta arriba de morfina. No lo hubiera soportado de otra manera. Me hizo un gesto con la mano. Me acerqué.

- Marcos, qué cara tienes – me dijo en lo que quería ser un grito pero no paso de susurro.

- Es que estoy cansado, Carlos. He trabajado toda la noche – mentí.

Me miró con picardía, me hizo un gesto con la mano para que no me preocupara, y me hizo sitio en la cama. Me senté. Estaba a punto de llorar. Mi hermano mayor, al que toda mi vida había mirado desde abajo con orgullo, era ahora un despojo que apenas podía respirar. Soñé con momentos mejores. La realidad no me dejó.

- Marcos. Cuéntame algo. ¿Qué te parece el programa que están dando por la tele?

Me giré. La televisión estaba desconectada. Cerre los ojos. Reprimi un llanto. Otra vez.

- Estoy de coña, tío. Sé que esta apagada – se rió.

Me entró la risa nerviosa. Pude colar algunas lagrimas sin que se diera cuenta. Estuvimos hablando durante horas. Cada vez estaba más animado. Más rápido. Ni siquiera apretaba el botón de la morfina. Al cabo de un rato, me pidió que encendiera la tele. Le dije que había que pedir permiso. Él ya lo sabía. Me rogó que fuera a buscar a una enfermera. Le dije que podíamos simplemente pulsar el botón. Me miro con ojos muy tristes, al borde de la desesperación. Lo entendí. Me fui.

Cuando volví con una enfermera, lo encontré en la misma posición. Con dos pequeñas diferencias.  Su mano derecha encerraba por completo el botón de la morfina. Su rostro, antes risueño y animado, ahora reposaba petrificado con la expresión del más absoluto terror. No pude aguantarlo más. Me desperté.