ANGUSTIAS
Por Teresa Fernández Mingorance
Enviado el 24/12/2014, clasificado en Cuentos
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Aquella imagen de esa mujer no la olvidaría nunca. Los años le habían pasado factura. La cara llena de arrugas y maquillada como un fantoche. Los ojos llenos de máscara de pestañas reseca de un día y otro, los labios pintados de carmín, ensanchados por arriba y por abajo y los coloretes de color fucsia a parchetones. Le faltaban dientes y los que aún conservaba estaban amarillentos y negruzcos, entre otros motivos, a causa del tabaco. Tenía siempre el pelo recogido, el poco que le quedaba, en un moño cogido con horquillas que se agarraban a las partes de la cabeza en las que no tenía calvas. Las uñas de las manos pintadas de rojo sangre las tenía descascarilladas y con los bordes negros de suciedad y miseria. Se sentaba entonces en el patio, en una silla de enea con las piernas medio abiertas esperando a la clientela para sus niñas. Ella era quien daba el visto bueno. Había agudizado ese instinto con el paso de los años para ver en un hombre su desgracia y su maldad. Bajo ningún concepto permitía palizas ni cosas raras. Lo de toda la vida y punto.
Siempre pensé que Angustias en el fondo tenía buen corazón. Había que apiadarse de ella. Desde que nació estuvo rodeada de miseria y de inmoralidad. Su madre vivía en Sevilla, en una zona situada detrás del barrio de San Lorenzo. Se consideraba los arrabales de la ciudad y el ambiente no era el más apropiado para una niña que nació sin padre y que su madre no podía ocuparse de ella porque tenía que ganarse la vida para llevarse un trozo de pan a la boca. Sobrevivieron como pudieron, en una casa de vecinos dedicada exclusivamente a los favores carnales. El olor del azahar del patio estaba en pugna diaria con los olores de las aguas estancadas y las sábanas sucias, si a eso se le podía llamar sábanas. Muchos días se acostaban sin cenar, con las entrañas envenenadas y la bilis mezclada con la saliva. Nació en 1864. La historia de su vida estaba escrita, incluso antes de nacer, con tinta de color rojo. En realidad, no tenía que haber nacido. Vivió maldiciendo al destino por este motivo. No anduvo hasta los cuatro años. En la casa donde vivía no había niños, sólo adultos. No sabía lo que era una muñeca, ni un juguete. No fue a la escuela y con sesenta y seis años seguía sin saber leer ni escribir.
Las callejuelas que había alrededor de su casa también estaban tintadas con sangre y miseria. Las paredes desconchadas, las puertas abiertas de par en par y una señora como reclamo sentada en una silla en el zaguán con la cara pintorrequeteada, la ropa sucia del uso y en una postura que le llamaba a Angustias la atención. La primera vez que salió de su casa se encontró con aquella estampa, no sé si pintoresca o no, pero sí la esencia de lo que era el barrio. Cualquier fotógrafo que hubiese inmortalizado aquellas imágenes, al revelar las fotografías habría visto el alma de cada mujer sentada en aquellas sillas medio destartaladas con esa visión esperpéntica de una realidad tan peculiar, tan impactante, tan grotesca, que incluso en blanco y negro no hubieran enmascarado el negror de los dientes, de las rayas de los ojos y de las uñas que, aunque pintadas de rojo, parecían que estuviesen escarbando la tierra a diario.
Una niña que no tenía que adivinar cómo iba a ser cuando creciera. Veía su imagen todos los días en esas mujeres vestidas con camisas estampadas y faldas de lunares y una flor adornado su cabeza. Un día que pudo averiguar cómo salir de aquel laberinto de callejuelas donde faltaba el aire para respirar, siguiendo el rastro del olor del azahar llegó a una plaza con dos columnas gigantescas que casi tocaban el cielo y, entonces, respiró profundamente, guardando aire en sus pulmones para cuando le hiciera falta. Otro día, descubrió una casa aún más destartalada que el resto en la que la gente entraba y salía con cosas envueltas en un papel de estraza. Entró. Había un mostrador sucio y desordenado. Se puso de puntillas y detrás del mismo se topó frente a frente con la imagen que estaba acostumbrada a ver a diario y no le sorprendió lo más mínimo. La diferencia era que la mujer vendía comida y otros mejunjes y la gente los compraba. Esta síntesis tan básica, tan esquelética estaba observada desde el prisma inocente e inofensivo de una niña. La realidad era bien distinta. Ella se limitaba a describir lo que veía de la forma más limpia que se puede ver. Y le preguntaba a su madre, los ratos que le dedicaba, que podría decirse que brillaban por su ausencia, sobre las cosas que veía y que por ella misma no encontraba explicación alguna. Su madre le dijo que allí se podía conseguir con dinero un trozo de pan o de queso, un trozo de tocino o unas sardinas estibadas que se comían únicamente los días de fiesta. También preparaba unos guisos calientes que servía con un trozo de pan por unos cuantos reales. Los hombres salían con hambre después de realizar sus quehaceres y de eso se aprovechaba ella. Esas manos sucias con las uñas rojinegras eran capaces de preparar no sé qué comida para ser devorada por los paladares menos exquisitos y menos exigentes que rondaban por allí. Con el tiempo, se hicieron amigas. Le entretenía el trajín de la gente entrando y saliendo, para comprar o para comer, era menos aburrido que quedarse en casa o que irse a jugar a la plaza de las columnas.
Con el tiempo y las situaciones vividas desarrolló un sexto sentido para desenvolverse por la vida con la maleta vacía, sin equipaje, porque antes tuvo que pagar el peaje, el privilegio que se tiene cuando se nace. No creció porque el tiempo se aliara con ella. No. Creció antes de tiempo. Se hizo adulta mientras el resto de las niñas jugaban con esas muñecas de cartón que les traían los Reyes Magos y que como necesitaban un baño se esponjaban en el agua perdiendo su esencia y hasta el color. Aquel momento lo recordaría siempre. Fue el primer día en que su madre se había alegrado de tener una hija. A partir de ahora el sustento sería doble. Ese día las nubes se tiñeron de sangre y el cielo lloró y vomitó bilis y hasta lo que no había en sus entrañas.
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