Corregido en el foro Metáforas de Diana Gioia
Recogió los platos y los fue colocando uno encima del otro mientras iba echando las sobras en una bolsa de plástico. A continuación, vertió en una botella vacía el contenido de todos los vasos y los agrupó sobre la mesa, tapando con un pedazo de corcho el recipiente y colocándolo, de igual manera, en la bolsa de desperdicios. Fue contando los cubiertos uno a uno: los tenedores, las cucharas soperas, los cuchillos, el tenedor y el cuchillo de trinchar, las palas de pescado y los pequeños cubiertos de postre. Con satisfacción los puso sobre los platos y fue depositando todos los restos sobre la camarera.
Los árboles bailaban con sus sombras a la luz de la luna, liviana y tosca. Alguno, incluso, intentaba enamorar a la oscuridad y se ocultaba con ella detrás del frío nocturno. La ventana depositaba sobre los vidrios sus visillos de aire caliente, adornando las figuritas entrañables dibujadas con espuma blanca.
Apagó la luz del techo y dejó una lamparilla encendida. Era suficiente. La iluminación del nacimiento languidecía ora en oro, ora en azul y pintaba someramente el techo de formas brillantes. Plegó el mantel de cualquier manera porque tendría que sacudirlo antes de introducirlo en la lavadora. Separó las sillas a un metro de la mesa de comedor y llevó el carrito a la cocina, provocando ese ruido característico del paso de las ruedas sobre las losetas, como si un reguero de canicas infantiles hubiera caído al suelo.
Depositó en la nevera el resto de las bebidas y de las fuentes que no se había consumido tras haber colocado en fiambreras la comida para que cupiera mejor. Las botellas en la puerta y la vajilla, ordenadamente, dentro del lavaplatos. Con cuidado, puso el detergente y programó la máquina con agua templada. Cogió la escoba, un paño seco y uno húmedo. Apagó la luz de la cocina tras haber barrido los restos del suelo y limpiado con la fregona. En la puerta de la galería se iban amontonando, a modo de luminarias, los carámbanos de la lluvia que comenzaba a caer.
Sintió un extraño ahogo en el pecho. Pero no le dio importancia. Lo justificó con el cansancio y la hora. Barrió en unos momentos el comedor, debajo de la mesa y en las esquinas de la habitación y cerró la alas supletorias de la mesa tras repasar un poco la madera de su superficie. Al día siguiente la limpiaría bien. Ordenó las sillas en torno al cubículo y apagó la luz de la lamparita.
Después de dejar en el armarillo de servicio los utensilios de limpieza, acudió a su dormitorio. Sobre la cama había depositado ordenadamente su camisón y sus zapatillas. Esa noche podría descansar un poco. Los niños se habían acostado contentos, los mayores habían disfrutado de la velada y todo había ido bien. Preparó el agua caliente y se desvistió. La ropa usada quedó cuidadosamente colocada sobre el galán de noche. Miró el pequeño nacimiento que adornada su tocador. Acomodó la figura del bebé y pasó sus dedos sobre el manto de la Virgen. Despedía una aroma extraño de tranquilidad.
Se dirigió a la ducha y dejó caer el agua sobre su piel. Se sintió sosegada y segura como no lo había estado en mucho tiempo. El gel sobre la esponja calmó el resto de su ansiedad y el agua en sus cabellos la rejuveneció . Su cabeza cayó con tranquilidad hacia atrás y su cuerpo fue descendiendo, suavemente, sobre las losas blancas y azules del cuarto de baño.
En su garganta se aflojó la presión de un pañuelo de seda azul que, formando un lazo, adornó la blancura discreta y astuta de su piel, regalo de los dos invitados que acababan de llegar a su casa. Uno de ellos, su exmarido.
(c) María Teresa Inés Aláez García.
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