Como la vida misma.

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Corregido en Metáforas.

Se encontró atrapada en aquel Concierto de Hechizos. (10:00 horas, p.m., en el Jardín de los Deseos Nefastos.)

- “¡No, no, mamá, por favor! ¡No metas mi muñeco en esa caja!, ¡No  lo cuelgues en el árbol! ¡No, mamá, no me hagas sufrir, te lo ruego! ¡Perdóname, yo no quería hacerlo, por favor!”

En aquella carrera sin sentido las gaviotas enganchaban en el aire retales de estrellas difuminadas. Algunas águilas bajaban a comer migas de pan que habían caído de las mesas de los pobres. Era todo un honor ser pobre en aquellos tiempos pues gozaban de todas las ventajas en cuanto a la recepción de las ayudas del Estado. Las águilas compartían, junto a los ricos y a las gaviotas, el derecho a percibir aquellas migajas de pena, sufrimiento y redención que ya quisieran para ellos.

Los vientos construían en los árboles sus nidos. Ya se encontraban viejos para poder volar de un lado a otro del planeta. Por medio de estas bases, las brisas y los airecillos podían compartir surcos de espacio en donde, desde antaño, se había marcado su camino. Los Inspectores del Control de Aires tenían allí su casa y ajustaban la presión y la temperatura para que no sucumbieran al libertinaje que suponía la huida de Eolo hacia lares lúdicos con las Armonías.

Asimismo informaban cotidianamente a los superiores acerca de los recorridos y los cambios postreros según las condiciones del planeta. En sus ascensores iban leyendo los contadores de zona y de altura enviando, desde las copas, los mensajes en forma de suspiros.

Las familias acudían de vacaciones a navegar por los aires decimonónicos. Se subían a las plataformas de alas de mosca donde había un ventilador que dirigía el soplo deseado o el viento que se iba a contratar según el capricho del cliente y la capacidad de su consumo. Con hilo arácnido se tejía una enorme mampara donde el pedido se filtraba para dejar llegar su apariencia más pura  a los viajantes y a quienes disfrutaban de sus vacaciones trimestrales. No había lugar para el miedo o la caída y todo estaba preparado: un conjunto de brisas continuas, que se calentaban y enfriaban alternativamente, ayudaba a que nadie rozase el suelo ni se dañase en el caso de producirse algún fallo en la locomoción por tierra. Pero dichos errores eran más bien escasos.

Mirando hacia el fondo, uno podía descubrir su reflejo en el mar de estrellas. Era una zona aún salvaje y sin investigar pues nadie se atrevía a hundirse en aquellos fluidos donde los fogosos brillos de colores imprimían calor y luz a las corrientes. Algún temerario había indicado que existía el vacío pero no estuvo totalmente seguro y, más tarde, se descubrió que todo había sido cierto y lo dejaron aparte, como dudoso. Como los sabios del lugar no habían discutido lo suficiente acerca de las posibilidades que la imaginación ofrecía a la hora de definir aquel elemento, no se daba por estudiado.

Esa mañana, el cielo olía suavemente a azahar. La colonia que el color azul se había colocado, se difuminaba grácilmente, portada por el airecillo del sur. Mejor el aroma a naranjo que el sabor a “pescaíto” que desprendían algunas pieles. Y las flores dejaban, al pasar, notas de alegría y gracia en el oído de los tramoyistas planetarios; aquellos que preparaban la vida de los neonatos según las decisiones estelares diagnosticadas por los gobernantes:

-” Hacen falta tres fontaneros rubios que sepan hablar checo y swahili bailando la conga. Han de ser zurdos y medir un metro sesenta de altura.”.

- “En la ribera de la Cima rodante de la Luna  piden tres bailarinas cocineras, especialistas en ganchitos al queso,  con  los ojos verdes y de pieles cobrizas “.

Constantemente, estos mensajes eran llevados y traídos por los marineros de pies alados. Después eran archivados en los expedientes de los neonatos, de donde se extraían los programas que servirían para darles educación, trabajo y un futuro prometedor. A los veinte años decidían su futuro y actuaban, responsablemente, de acuerdo con sus decisiones.

Lentamente, amaneció por el este y por el sur. El norte y el oeste se cubrieron de rojos y azules. El dondiego y la albahaca se prepararon para acunar a los habitantes y echarse a dormir.

A una distancia mucho mayor de la que se podría esperar se escuchaba, todavía, el eco de una voz esperpéntica, llorando y musitando palabras extrañas, incomprensibles. Todos deseaban que alguna vez dejara paso al vacío auditivo:

- “¡No, por favor, no encierres mi muñeco en esa caja!”

- “Pero, hija, alguna vez habrá que lavarlo. Mira qué pantalones: eran azules y se están volviendo verdes. Se enganchó la lana en las aspas de los molinillos de tu hermano y el muñeco cayó en el campo, pasando allí varios días. Déjamelo, por favor, y verás cómo consigo recuperarlo para que lo tengas como nuevo”.

- “¿Y no lo puedo lavar yo?”

- “No, hija, no. Deja que esa tarea la haga la lavadora. Mira el sombrero: tiene estrellas en el fondo. Sería una pena que, por error, perdieras todos estos preciosos dibujos: los pájaros bordados en la camisa, la etiqueta. Anda, confía en mamá y vamos a limpiarlo”.

(c) María Teresa Aláez García.


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