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Enviado el , clasificado en Poesía
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En la dualidad de lo debido o no,

en ese "no debido" seductor,

me brindó siempre una falsa satisfacción.

Me prometió el cielo y allí me llevó...

El suelo era de nubes blancas.

Me maravillé con esos paisajes y ríos,

con esos animales gigantes,

con todo lo que veía...

con todo lo que creía ver.

Me enamoré de todo aquello;

por las noches todas las estrellas eran mías,

y al amanecer el Sol solo a mí me recibía.

Ese universo se transformó en mi hogar

y yo sonreía, emocionado, en una cómoda soledad,

cayendo lágrimas que mi suelo de nubes absorbía.

 

Luego de un lejano y perdido tiempo, llovió;

cada vez más y más,

mi suelo se tornó gris, en un oscuro gris.

Una niebla densa me comenzó a rodear

y me invadió una profunda angustia y desesperación:

no podía ver el verde ni las montañas,

no podía escuchar el viento soplar,

no tenía un rostro que acariciar,

ni había aromas de rosas para disfrutar.

Me hice parte cual gota de una tormenta

y entonces comencé a caer desde mi cielo,

no a la tierra, no al mundo real;

la justicia divina intervino y me haría pagar el precio de mi evasión y egoísmo

hasta llegar al otro extremo,

al verdadero infierno.

Tardé años intentando salir,

padecí demasiadas cosas,

perdí demasiadas cosas.

Solo algunas noches era feliz

soñando que veía el cielo azul,

el verde, las montañas, un hogar, una familia...

 

Entendí que ese era el verdadero mundo,

que no todo es perfecto ni como uno quiere

que hay cosas hermosas:

como el amor, compartir, ayudar, dar gracias y tantas cosas más.   

Comprendí que esa era la única realidad;

que solo ahí estaba la verdadera felicidad.

 Aprendí a valorar...

tal vez necesitaba de ese tiempo allí...

Me desperté súbitamente,

estaba en casa,

en mi hogar, con mi familia,

con mis cosas pequeñas que ahora eran inmensas;

entonces sonreí,

sonreí con el alma por primera vez.  

Me encontré con alguien que había olvidado,

me encontré verdaderamente conmigo mismo.


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