Me invitó a su casa. Una pequeña casa que rentaba. Ella vivía sola pero era madre soltera. Le dejaba la niña a sus padres porque ella se quedaba en ese pueblo donde trabajaba. Era maestra de una escuela primaria como a dos horas de su casa. Por eso abordaba el suburbano frecuentemente por las mañanas y después de las doce del mediodía.
Ahí fue donde la conocí. Se sentó junto a mí que, distraído iba junto a la ventanilla, contemplando las casas de madera que se hallaban a lo largo del camino. Poco antes había revisado los exámenes de mis alumnos de la secundaria. Por lo que ahora, sólo pensaba en el momento de llegar a mi casa.
- ¿Eres maestro? - Me hizo una pregunta que resultaba un tanto obvia, si alcanzó a ver los exámenes sobre mis piernas
- ¿Qué? - Respondí sorprendido al volver de mi ensimismamiento
- Que si eres maestro - me dijo con una sonrisa traviesa que me cautivó
- Sí, sí, ¿Se nota? - Le contesté sonriendo y tratando de no parecer ofensivo con mi respuesta
Conversamos prácticamente durante las dos horas del trayecto hasta la terminal y quedamos de vernos al día siguiente y el resto de la semana, porque nuestros horarios coincidían. No porque la haya cautivado tan pronto, claro está.
Ese fue el inicio de lo que al cabo de unos meses se convirtió en algo más.
Fue entonces cuando me invitó a su casa. Me invitó un café. Platicamos en la cocina. Le ayudé a lavar las tazas. Y fue cuando ella se acercó y me plantó un beso en los labios. Que enseguida le correspondí. Sara era muy hermosa y delgada.
Me llevó a su recámara donde caímos sobre la cama. Y seguimos besándonos. Luego mis manos se deslizaron bajo su falda. Toqué sus muslos suaves. Y cuando mis manos empezaron a subir hasta su pubis...
- Lame mis rodillas - Me susurró entre suspiros
- ¿Tus rodillas? - Pregunté desconcertado
- Sí, mis rodillas...
Entonces mi boca bajó a sus rodillas y las lamí. Primero con suave lentitud. Luego, al escuchar que aumentaban sus gemidos, las lamí con devoción. Como si fuera un helado o un caramelo que se derrite en mi boca. Ella tuvo un orgasmo o tal vez varios. Porque la vi retorcer su cuerpo y aprisionar el mío con sus piernas durante largo rato. Me levanté para mirar su rostro enrojecido y sus ojos en blanco. No lo pensé más y me quité la ropa. Le abrí las piernas y la penetré sin que ella me reconociera.
Nuestros cuerpos desnudos se movían con lentitud y un buen ritmo. Al compás que ella deseaba. Y mientras lo hacía, le rozaba con los dedos de mi mano derecha, sus rodillas. Ella jadeaba al igual que yo que, disfrutaba al máximo aquella sensación de poseer a una mujer tan excitada.
- No sé por qué - Después me confesó - mis rodillas son mi punto débil. Cuando las tocan, pierdo el control. ¿Cuál es la parte más sensible de tu cuerpo?
Yo no le respondí. Sólo pensaba en aprovecharme de aquella confesión en algún otro momento. Y no tuve que esperar por mucho tiempo.
Una mañana, próxima a la clausura de cursos. Cuando ya no se labora mucho tiempo en el salón de clases. Me invitó a su escuela.
La mayoría de las maestras y padres de familia, se encontraban ocupadas en la elaboración de la escenografía o los bailables de los alumnos. Yo, ayudaba a Sara en lo que a ella le correspondía en su propio salón de clases. Que en esos momentos se hallaba desocupado, pero a la vista de todos. Entonces ella me pidió que la acompañara a la dirección por unos marcadores y no sé qué otras cosas. Al entrar, cerró la puerta tras de sí y me besó en los labios. Nuestros cuerpos se unieron por completo en aquel beso prolongado. Y entonces recordé. Sus rodillas, son su debilidad. ¿Qué tan cierto será?
Y mis manos bajaron lentamente por sus muslos hasta tocar sus rodillas. Sara se estremeció por un instante y me detuvo. Pero yo volví a la carga. Sobre sus rodillas. Mis manos las rozaban. Las acariciaban. Las provocaban.
Me arrodillé, dejándola de pie. Y mis labios y después mi lengua, rozaron sus enrojecidas rodillas. La escuché gemir y aprisionar con sus brazos mi cabeza. Se recargó en la puerta. Sus piernas se movían con ansiedad que, parecía por un instante que se podría caer. Y yo, no dejaba de lamer. Y mis manos, la sostenían por los muslos y la cadera.
Fue cuando le levanté la falda y bajé sus pantaletas. Y hundí mi rostro en su pubis. Y mi lengua buscó la entrada de su vagina. Y encontró su clítoris. Y aquello se volvió un frenético movimiento de cuerpos que estaba a punto de colapsar.
Estuve a punto de bajarme los pantalones. Sabía que era el momento. Pero la voz de una maestra que buscaba a Sara, calmó los ánimos.
Aquella interrupción nos impidió consumar el acto. Pero ya me había cerciorado del erotismo de sus rodillas. Y estaba convencido de que por la tarde, me invitaría a su casa.
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