La batalla de Shiloh (3)

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Flanco derecho del ejército de la Unión, 5:45 de la mañana del 6 de Abril de 1882.

 

-En serio te digo, Charlie, que esta es una guerra a la que podría acostumbrarme.

Charles Stones miró estupefacto a un risueño y somnoliento Abraham Goodhope, apenas un adolescente de diecisiete años que se había alistado, en contra de la voluntad de sus padres, en el 21th regimiento de Illinois.

Abraham pertenecía a una compañía de jóvenes, fuertes y valerosos soldados que se habían convertido en la envidia del resto de los hombres por su eficacia y disciplina. Y estaba muy orgulloso de ello. Siempre se levantaban los primeros y siempre se acostaban los últimos. Y entre medias, siempre estaban bien dispuestos para el combate. El regimiento era la viva imagen de su comandante al mando, William T. Sherman, que les había convertido en lo que ahora eran.

-Pues te la regalo entera.- le espetó con cierta acritud Charles, que acto seguido profirió un sonoro bostezo, para el que no tuvo la delicadeza ni el interés de disimular con su mano.

-En serio, Charlie, esto es vida. Vale, nos levantamos pronto, es verdad. Pero tenemos todo el día por delante para estar ocupados y siempre hay trabajo que hacer. Del físico, del que te convierte en un toro. Mírame, nunca he estado tan fuerte y tan en forma como ahora. Y, además, nos pagan. ¡Un dólar a la semana¡ Nunca en mi vida había ganado tanto dinero. Chicos, formalmente os informo -dijo con una pompa exagerada- de que, en cuanto tenga un permiso, voy a hacer todo lo posible porque este cuerpo y mi gastada billetera las disfrute una bella dama, ya sabéis, de las que te complacen a cambio de tu dinero. Una mujer con unas enormes…

El soez gesto del soldado hizo que la docena de hombres que se encontraban entorno al fuego y, en especial, Charles Stones, se desternillasen de risa.

A Charlie le caía bien Abraham y enviada su capacidad para levantar el ánimo de los demás. Era un gran muchacho. Y no podía negar que tenía cierta razón: el trabajo era asumible, acababan de triunfar en una dura batalla en Fort Henry y, para colmo, en aquel lugar del Sur la explosión de la primavera era espectacular y llevaban varios días descansando, a la ribera del río, sin otra cosa que hacer que esperar refuerzos, hacer instrucción y mantener en orden el campamento. Y lo mejor era que no había rastro de los rebeldes desde hacía semanas. Sí, aquello era una buena vida y el, como sargento, tenía que hacer que durase todo lo posible sin que se ganaran algún tipo de castigo por parte del general.

-Vamos, Abraham, deja de hacer tonterías y acábate de una vez la panceta. Tenemos que ponernos en marcha. Si no lo hacemos, Sherman es capaz de ordenar que nos arresten.-le urgió, mientras se incorporaba y le daba una colleja amistosa.

El joven le miró sonriendo, mientras le daba un bocado a la carne.

Fue en ese mismo instante cuando se desató el caos.

Primero, escucharon la deflagración y, acto seguido, una fuerte explosión. De repente, Charlie, arrojado al suelo por la fuerza de la onda expansiva, se sumió en una horrible confusión de tierra, metralla, cascotes y sangre. Y, aunque intentó evitarlo, cayó desmayado.

La cabeza le dolía enormemente cuando volvió a abrir los ojos. Se sentía machacado y le costó unos segundos recuperarse. Fueron unos momentos bastante angustiosos para él. Un gran alboroto se sucedía a su alrededor y parecía suceder a cámara lenta pero él no era capaz de escuchar ni entender nada. Trabajosamente, intentó girarse para apoyarse sobre sus brazos y, a duras penas, logró ponerse a cuatro patas. Entonces lo vio.

A su lado, con el uniforme convertido en jirones de tela desgarrada, yacía inmóvil y sin vida el cuerpo ensangrentado de Abraham Goodhope, su joven amigo de diecisiete años, procedente de Illinois y que tan jovialmente hablaba de yacer con una mujer hace tan poco. Aquella guerra, que tanto había disfrutado, había finalizado para él.

-¡Nos atacan! ¡Formen inmediatamente¡

La voz grave y decidida del General Sherman se elevó entre el bullicio de balas cruzadas y detonaciones, actuando como un bálsamo sobre el conmocionado soldado que acababa de perder a su amigo. Decidido, angustiado y furioso, se puso en pie, agarró su fusil y comenzó a disparar. Aquellos malditos sureños pagarían por lo que le habían hecho a Abraham.

La batalla de Shiloh había empezado.


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