Aquella era una noche hermosa. Hubiera sido imperdonable haberla malgastado bebiéndonos unas cuantas botellas de pacharán o buscando buena compañía femenina. Después de dos años de incendios, explosiones y muertes absurdas, por fin podíamos salir a la calle y, lo que era mejor, disfrutábamos de una libertad que nos permitía hacer lo que nos diese la gana.
Al abrir la puerta del bar, aquella música entró como una ráfaga furiosa y alegre. Ya la había oído en otras ocasiones, pero no sabía cómo se llamaba. Mi amigo me dijo que era algo así como una danza del Cármina Burana, de Carl Orff. Al ritmo de sus notas la gente bailaba en plena calle sin temor al ridículo, siguiendo a unos gigantes articulados de madera que eran manejados con gran comicidad. Aquellas figuras representaban a las diosas y dioses por los que se había derramado tanta sangre y tantas lágrimas. Una de ellas representaba a una mujer que llevaba sobre la cabeza una especie de aro con estrellas. Algunas, en cambio, tenían barba; otra, un turbante y la que la seguía, una especie de triángulo a modo de mitra.
Como ya os dije, solo me apetecía reír, beber y, tal vez, hacer el tonto como aquellos locos. Sin embargo, sin saber por qué, es posible que por el cansancio o por el propio licor, volví a recordar lo que ocurrió en aquellos días.
Lo primero que acudió a mi mente fue el eco aturdidor de las dos explosiones que sonaron en el diario. Luego, los gritos, que se fueron debilitando hasta dejar de oírse. Y tras ellos, cinco ráfagas de subfusil.
Yo me encontraba justo enfrente, agazapado en la ventana de mi piso. Todavía sigo sin saber de dónde saqué el arrojo o, más bien, la locura suficiente para asomarme durante los segundos que me bastaron para ver a aquellos encapuchados rematar a varios hombres al grito de ¡Viva Cristo Rey!.
Ese fue el recuerdo más hiriente e imborrable. El otro fue el de las imágenes de la televisión, donde aquellos asesinos justificaban su crimen. Se había aguzado tanto mi instinto por observar todos y cada uno de los detalles relacionados con aquella matanza que, como si de una fotografía se tratase, aún puedo ver ahora el anillo de una de las terroristas con solo cerrar los ojos. Se trataba de una chica que, ocultando su rostro con un pasamontañas, reivindicaba en nombre de la Santísima Virgen aquel, según ella, acto de justicia por las ofensas realizadas por aquellos periodistas a su sagrado hijo y también por la masacre cometida en una iglesia en Nigeria a manos de otros integristas al grito de Dios es grande. Su anillo, sin lugar a dudas, la delataba como una monja. Y por su voz, joven y nerviosa, no debía de tener más de veinticinco o treinta años.
Aún no sé por qué narices he vuelto a vivir aquello. Por si no fuese bastante, al ver a mi colega riendo e insinuándose a una de aquellas idiotas de la comparsa me ha hecho recordar algo no peor, pero sí igual de malo: la respuesta a aquella barbarie.
El solar que hay dos calles más arriba era una iglesia. ¡Hay que acabar con esos fascistas, con esos beatos!, gritaba mi amigo en nombre de la libertad. Y en nombre de esa libertad, que en realidad no era sino un simple instrumento al servicio de otros integristas religiosos, los mismos que mataron y violaron en Nigeria y en otros tantos países, tanto el templo como sus moradores fueron reducidos a cenizas.
Luego vino él: Ransim Almatia. No condenó nada. Tampoco se inclinó a favor de nadie. Fue el único que, en realidad, veneró aquel derecho por el que podíamos creer o dejar de hacerlo en lo que nos diese la gana. En Europa se rieron de él, pero sus ideas triunfaron, incluso a costa de él mismo. Cuando ganó su partido, la primera decisión que se adoptó por sufragio universal en todos los países de la Unión fue su no elección como presidente.
Él fue, sin duda, el verdadero mártir de aquella libertad, la auténtica. Gracias a su espíritu de conciliación y de diálogo, vino la paz. A partir de entonces nadie volvió a matar en nombre de ninguna religión, pero tampoco en el de ninguna hipocresía travestida de libertad que confundiese integrismo con pluralidad cultural o racial. Cualquier decisión por insignificante que fuese era sometida a votación. Todas las opiniones tenían el mismo valor y el mismo peso.
Para algunos, Ransim pasó sin pena ni gloria. Sin embargo, fuimos muchos los que, sin que él fuese un mesías, creímos a pies juntillas en aquel hombrecillo, medio europeo y medio indio en el que se acrisolaban tantas razas como ningún credo. Incluso su muerte, la leucemia le había dado la misma tregua que sus detractores, apenas trascendió para unos cuantos, entre los que me incluyo. Lo realmente importante fue cuanto hizo por la tolerancia y por la paz. Ese fue su auténtico legado.
Si unos minutos antes me sentía fatigado por el alcohol, por el baile y por la propia felicidad, fueron aquellos pensamientos los que me abatieron con más fuerza. En ese momento sentí un sobresalto de muerte. Era mi amigo que echándome su aliento a pacharán en la nuca y dándome un fuerte palmetazo en el hombro me reclamaba para aquella algarabía callejera. Una anciana que pasaba en aquel momento frente a nosotros reparó en el gigante con forma de mujer que exhibía un aro en la cabeza, frunció los labios en señal de desagrado y comenzó a murmurar una especie de letanía que creímos identificar como algo parecido a una plegaria o una maldición. Antes de marcharse, nos lanzó una mirada de desprecio. Todos y cada uno de los que componíamos aquel grupo guardamos silencio, nos miramos durante un rato y luego reímos. Pero al hacerlo no nos burlábamos de aquella pobre vieja, no. Lo hicimos porque en el fondo sabíamos que los últimos rescoldos del rencor, la ignorancia y la intolerancia desaparecerían en silencio y en el olvido como lo haría tal vez aquella anciana.
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