Se encontraba sumida en un profundo sueño cuando de golpe la luz empezó a filtrarse por sus pestañas. Aquella no era una luz natural y ella lo sabía pues solía dejar la persiana entreabierta para que los rayos de luz la despertaran.
Algo no andaba bien puesto que nunca antes la habían despertado sus padres en mitad de la noche. Entonces lo supo; todo había acabado: él había muerto.
En el preciso instante en que ese pensamiento se formó en su cabeza el frio se expandió por cada recodo de su cuerpo y el dolor, un dolor como nunca antes había soportado, se instaló en el centro de su pecho arrancándole grandes sollozos. Ese animal hambriento de tristeza rugía desesperado y desgarraba sus órganos internos, le nublaba la vista y casi le hacía caer en la inconsciencia. Sus lágrimas ardían en sus ojos pero ya nada importaba. Nunca más volvería a verle, tocarle o besarle. Simplemente era algo devastador.
Algo con lo que ella jamás podría vivir.
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