La selva era frondosa y oscura. Animales desconocidos y malignos la poblaban lanzando sus gritos y quejidos vespertinos al monte y a sus laberintos. Los árboles, envueltos en funestas enredaderas, clamaban por oxígeno y por luz.
En verano era cuando se tornaba más exuberante y peligrosa. Alimentados por el calor y la humedad,prosperaban diversos géneros y formas de insectos y ofidios reptantes. Estos últimos se enrroscaban en los árboles y mimeticándose con ellos,se confundían con la espesura del intenso follaje.
Fue en ese verano fatídico en que el sol calcinaba y hervía la tierra como una enorme caldera, donde raíces, vegetación, frutos y semillas formaban una hoguera sin llamas.
Fue en ese enero sin tregua, que Federico Ramallo (según dijeron las malas lenguas) perdió la coherencia y se transformó en un vil tirano, azotando y exclavizando a sus hijos y nietos. Obligándolos a trabajar de sol a sol, negándoles el alimento,los vestidos, el agua y el descanso habitual.
A pesar de sus setenta años de edad, don Federico había cobrado, en ese verano, una fortaleza sublime. No había alma en vida que se le pudiera oponer o rebelar. Blandía, habilmente, el látigo, en sus manos morenas, haciéndolo restallar con fuerza mortal.
Preocupados y dolidos por tal comportamientos, tres, de sus seis hijos, fueron a consultar a Doña María de los Misterios, reconocida curandera de la región. Doña María, después de dos pases mágicos, realizados con un crucifijo, sobre el vapor de algunos yuyos que hervían en un jarro, y haciéndose la señal de la cruz, les dijo que Federico estaba poseído por un ente maligno y que debían limpiarle el alma.
Les dió un puñado de hierbas y les escribió en un trozo de papel arrugado, una oración, que, según ella, los protegería y purificaría todos los actos que realizaran para lograr su cometido.
A los pocos días, alertada por los vecinos, la policía se hizo presente en el lugar, hallando un macabro escenario.
En el patio de la casa, en unas estacas, estaba el cadáver de Federico Ramallo, atado con piolas y alambres de enfardar alfalfa. Y dando vueltas a la casa, una procesión de unas quince personas, hombres, mujeres y niños, andaban rezando y arrojando agua con sal al mismo tiempo que repetían: cruz diablo, blandiendo palos y cuchillos.
De pronto, una de las mujeres, que aparentaba ser la mayor de todos ellos, se detuvo y mirando al policía, exclamó:
El no quería sacarse al diablo de adentro
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