No soy gay. Pero me he calentado con hombres. La primera vez me ocurrió a los veinte años y fue algo absolutamente sorpresivo. Fue en la playa. Miraba con deseo una mujer, vecina de sombrilla, que me doblaba en edad. Era una morena muy atractiva a la que me imaginaba con mucha experiencia lo que la hacía aun más deseable. Pero estaba casada. Eso desvió mi mirada sobre él, su marido. El tipo era de su edad y muy, muy, muy interesante. Había pasión entre ellos y eso se notaba. Al menos lo notaba yo que me la pasaba observándolos. Se besaban con lengua, se acariciaban, se murmuraban cosas al oído. Cosas que yo no escuchaba pero imaginaba. Mi libido se incrementaba mirándolos. Pensaba que para satisfacer una hembra así él tenía que ser un macho sabio. A partir de esa premisa empecé a imaginarme como cogían. Me echaba sobre la arena boca abajo y pasaba de espiarlos con el rabillo del ojo a fantasear con ellos. Imaginaba que era él el que mandaba. Lo veía suave, delicado, llevándola de a poco al clímax para ponerse luego como un animal alzado. Cuando quise acordar ya no pensaba en ella. Pensaba en él. Todo el tiempo. Como besaba, como lamía, como tocaba, como mordía. Pensaba en su trasero cuando sacudía las caderas, en sus muslos fuertes, en su pecho. En esa mirada profunda de ojos oscuros. Su voz áspera. Sus manos grandes. Y se me ponía tan dura que tenía que correr al mar para que no se notara la carpa. En ese punto empezó mi lucha, primero por quitarme eso de la cabeza, luego por entender qué era, y finalmente por aceptarlo. Estaba caliente con él. Muy caliente. Ese hombre me encantaba. Y no había ningún otro hombre que despertara el mínimo interés sexual en mí. No me gustaban los hombres, me gustaba él. Cuando me hice cargo y acepté que era mirarlo y mojarme, empecé a buscar cruzarlo en los vestuarios para verlo desnudo. Y se me dio una vez. Entré detrás de él y me senté al lado. Era perfecto. Al menos para mí. Pero me cuidé para que él no se diera cuenta. Cuando volví de la playa, mi casa estaba vacía y en penumbras. En la oscuridad me desnudé y empecé a repetir, no me cojas, no me cojas, mientras me revolcaba por la alfombra, gateaba, me tocaba, me volvía a revolcar y toquetear pensando que él estaba conmigo, jugando, calentándome, haciéndome desear. Quería que me cogiera, pero repetía: no me cojas, no me cojas, no me cojas. Hasta que estallé. Ahí, con los primeros temblores, empecé a pajearme fuerte repitiendo entre jadeos, no me cojas, no me cojas, no me cojas, con las nalgas apretadas como si su pija estuviera metida allí. Creo que nunca gocé tanto como con ese polvo. Pero me asusté. Cambié de balneario y después de un par de pajas más que ya no fueron tan intensas, dejé de pensar en él.
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