También los piratas tienen madres. Vuelve Diego Leal

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«Porque también los piratas tenían madre; incluso canallas refinados como Jaime Garfio, a quien se le conocía la calidad en los desmanes,...»

 

La tabla de Flandes, Arturo Pérez-Reverte

 

Estaba escrito que los suplicantes cubrieran sus cabezas con un bonete amarillo con los rasgos de smiley impresos. La libertad religiosa había llegado para quedarse, y los creyentes de las más dispares y sorprendentes religiones se codeaban libremente con las oficiales, molestándolas con su osadía. El grupo lo formaban seis personas, cuatro adultos y dos críos, y Diego no pudo dejar de preguntarse cuál serían las peticiones de aquellos pequeños que no llegaban a los seis años. ¿Quizás un nuevo osito de peluche? ¿Que su gatita se pusiera buena?... ¿Un trabajo para papá? Mantuvo la cruz del visor de su Barrett en el centro de la formación, siguiendo curioso el peregrinar del estrafalario grupo hasta que desaparecieron en el interior de un pequeño supermercado de barrio. Fausto, su observador, mantenía la calle vigilada, por lo que Diego podía diluir la tensión de la espera y el frío de la jornada con el ir y venir de los viandantes.

Teatro, ilusión, pantomima,… Esas eran las palabras que a Diego le venían a la cabeza cuando pensaba en su actual misión. Tres eran los objetivos a abatir: el contable de uno de los señores del crimen organizado holandés y sus dos guardaespaldas, y sólo uno debía ver el amanecer del día siguiente. A cambio de información se iba a simular la muerte del contable para a continuación sacarlo del país en el ataúd que ya lo aguardaba en la panza de una aeronave de la compañía Iberia, rumbo a la nueva vida de testigo protegido a la que aspiraba tras peligrosas discrepancias con el capo. El jefe le había dado el nombre clave de Pulgar Sucio, en honor al contable de Capone, aunque Fausto, como padre de dos pequeños y por la reconocida fama de pederasta del contable, prefería llamarlo El Asqueroso.

–Prepárate Diego. El Asqueroso va en medio.

–Cuidado Fausto. Ya sabes lo sensible que está el viejo con esta misión.

–¡Que me denuncie! –Diego no pudo contener una carcajada ante la explosividad de su compañero–. Una cosa es que tengamos que sacar a ese cabronazo del país… Y otra muy distinta que nos bajemos los pantalones.

Al alcance de la mano, enmarcadas por el caucho rojizo que impermeabilizaba la azotea, las fotos de los objetivos le devolvían a Diego una mirada cargada de píxeles y reproches, los mismos rasgos que ahora encuadraba en el visor. Sex Machine iba el primero, apodado así por el evidente parecido con el personaje que popularizara Tom Savini, todo cuero negro y bigotazo fiero. ¿Guardaría también una pistola en la entrepierna? Exmarine, Sex Machine había sobrevivido como mercenario en el Congo antes de abrazar una tranquila jubilación como guardaespaldas de Pulgar Sucio. Su expediente era bien conocido por todos, no así el de Cara de Niño, que cubría las espaldas del contable.

–Aún es pronto.

Diego contemplaba los rasgos de Cara de Niño a través del visor y de nuevo tuvo la firme sensación de haber visto esa cara con anterioridad, aunque era incapaz de recordar dónde. Poco se sabía de él, salvo que había llegado a Ámsterdam bajo pasaporte español, sin lugar a dudas falso, donde malvivía como delincuente habitual hasta que se puso a las órdenes de Pulgar Sucio. «Un piratilla sin posibilidad de redención» había dicho Fausto de él y, por las particularidades de la misión, así tenía que ser.

–Ahora Diego.

Los guardaespaldas envolvían al contable con sus maneras de pistoleros de película, empujando transeúntes y lanzando miradas asesinas al que se les enfrentaba; todo acabó en segundos. Por su veteranía, primero disparó a Sex Machine, que se desmoronó en una maraña de cuero y miembros  laxos tras la repentina explosión. No había desaparecido su mostacho del visor cuando Cara de Niño ya se encontraba arrodillado, la pistola en alto y el cuerpo de Pulgar Sucio sujeto contra el suelo al más puro estilo hollywoodiense, y Diego apretó de nuevo el gatillo sin dejar de pensar en que lo había visto con anterioridad; en lo mucho que le recordaba a alguien. Ahora era el momento de ejecutar la obra escrita para una platea invisible de asesinos, traficantes y maleantes de toda índole que no debían recelar, al menos de momento, del atentado contra Pulgar Sucio. Al principio se había propuesto una farsa con bolsas de sangre y cargas explosivas, pero Pulgar Sucio quería realidad; deseaba una cicatriz con la que intimidar a sus jóvenes víctimas, así que Diego tenía que jugársela con un tiro limpio en la pierna. Atraídos por el alboroto, los fieles salieron a la puerta del supermercado y el contable no pudo evitar sentirse atraído por los dos pequeños cubiertos por los rasgos de smiley, girándose inesperadamente. Diego erró el disparo y una marea oscura se derramó desde donde segundos antes habían estado sus genitales.

–Justicia poética, Diego. Justicia poética.

 

*        *        *

 

Era bueno volver a casa. Lo acompañaba Ángela, con la que esperaba pasar la noche tras una deliciosa velada, pero antes tenía algo que hacer.

–Voy a saludar a Marta. Prepara unas copas mientras tanto.

–¿Vas a ver a tu casera a las tres de la madrugada?

–Sabe que estoy aquí… Y espera que vaya.

»Tardaré poco. Te lo prometo.

La señora de Mayo, que aunque joven ejercía la viudez como lo haría una honesta matrona de finales del XIX, abrió la puerta con una cara de perplejidad que no engañó a Diego, pues sabía con certeza que su casera habría vigilado la llegada de la pareja emboscada como un francotirador tras las cortinas del dormitorio.

–Diego… Me coges despierta por casualidad –el agente sonrió encantado ante la interpretación de su casera–. ¡Vamos, entra! Te prepararé un café.

–No puedo quedarme, Marta. Ángela me espera.

–¿Y vienes a ligar conmigo?... No me esperaba eso de ti.

Diego estampó un sonoro beso en la mejilla de su fiel casera, y ya se disponía a volver al cálido cuerpo que lo aguardaba en su piso cuando reparó en una bella postal sujeta en el marco del espejo que dominaba la entrada. En la cartulina, varios molinos de viento de diversos colores se reflejaban en las apacibles aguas de un río, entre postes de madera y esplendorosa vegetación. El cielo era de un azul blanquecino, como si el Sol no fuera capaz de calentarlo, y su piel reaccionó al recuerdo de las bajas temperaturas soportadas apenas unos días antes; al reproche silencioso de unos rostros pixelados, conscientes de su próximo asesinato. Zaanse Schans, ponía en una  esquina de la postal. Nederland. Holanda.

–¿Has visto que bonita? Es de mi hijo. ¡Parece que Iván al fin se ha reformado! ¿Recuerdas las veces que tuviste que acompañarme para sacarlo de comisaría?

»Dice que ha encontrado un trabajo como guardia de seguridad en Holanda, y que espera volver pronto para verme.

Diego no tuvo que mirar a Marta para saber que era a ella a quien se parecía Cara de Niño. Hasta Garfio, leyó una vez, había tenido madre.

 

B.A., 2.015

*        *        *

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