VIRUTA
Cuando la ciudad comenzaba a cubrirse de sombras, y como parida por la noche, aparecía ella de súbito en el mismo medio de la calle, y levantándose la saya sucia y arrugada a modo de bandera, detenía en seco la marcha de los camellos.
Algunas veces los chóferes lanzaban una maldición y ni fijaban la mirada en el ensortijado vello de su sexo. Otras por el contrario sonreían divertidos y le dirigían toda clase de indecencias. Pero esperaban siempre verla ascender por la puerta central para llenar nuevamente de ruido toda la avenida.
Con su presencia el interior del camello se volvía una fiesta.
-¡Arriba, monten por ambos lados de la puerta y con veinte kilos en la mano! -recuerdo cómo se expresó la primera vez que detuve mis ojos en ella-. ¡Y no me empujen porque nos vamos y se quedan en esa!
Pretendía imitar en tono burlón y con su voz ronca y de barrio a las cobradoras habituales, quienes reían complacidas al tener gratis tanta diversión.
-¡Eso es, Viruta! -dijeron para animarla, y le apuntaron maliciosamente para la blusa.
Viruta no tardó en comprender. Moviéndose al compás de la música salsa salida de alguna radio, y pisando fuerte con sus chancletas de dedos con eczemas y supuraciones, fue a pararse junto a una ventanilla. Sin dejar de bailar se levantó descaradamente la blusa, y ante los atónitos pasajeros que se atropellaban por subir, quedaron expuestos unos pechos morenos que harían palidecer de envidia a la más perfecta de las diosas.
-¡Papi! ¡Todo lo que tengo es tuyo! -se dirigió entre risas a alguien de abajo.
Escenas como esta se repetían una y otra vez en los camellos, y siempre al final, cuando la madrugada estaba por venir, Viruta era penetrada por uno o varios chóferes sin escrúpulos, que descargaban en ella sus ancestrales deseos de poseer carne.
Un día Viruta dejó de presentarse en la oscuridad de la calle. Su ausencia repartió nostalgias entre quienes nos habíamos habituado a sus diarias correrías. Tal vez por eso, cuando dos meses más tarde estuvo de vuelta, fuera recibida con vítores, como si se tratara de un famoso héroe que tras ganar honores en innumerables batallas retornara al terruño que lo vio partir.
-¡Déjense de gracia! -dijo muerta de la risa, y como si estuviera hablando de una moda que se lleva sentenció con orgullo: -Ahora voy a ser una mujer decente y educada. La doctora me dijo que tengo SIDA, y que tengo que cambiar el modo de comportarme. Así es que déjenme tranquila.
La risa fue congelándose en el rostro de los pasajeros, cobradoras y chóferes; y un hálito de preocupación y alarma comenzó a hacer nido en los pensamientos de estos últimos.
Viruta volvió unos días más, pero un telón de indiferencia parecía haber caído sobre su escenario. Los camellos pitaban ahora con rabia ante su presencia; y cuando se apartaba para no ser atropellada, seguían de largo sin hacer caso de las piedras que ella les lanzaba en venganza.
Una noche de lluvias el camello de turno no pudo o no quiso parar a tiempo. El golpe hizo chillar a la vez a decenas de pasajeros, quienes sintieron con espanto cómo la saya levantada de Viruta, su sonrisa pícara y su andar zalamero eran tragados para siempre y con voracidad por el grueso caucho de las gomas delanteras.
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