Las cotorras de Petrona

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LAS COTORRAS DE PETRONA

 

Puedo sentir aún el olor del café recién colado en la media tarde de Agosto. Es como un caudaloso río que se va alimentando del aroma que desprenden los reverberos, y en el clamor de su impetuosa corriente, anuncia en el aire que los pueblerinos han terminado la siesta.

 

Petrona la india abre el portón de su casa. Bosteza y se estira como uno de sus gatos. Cojeando de su pierna izquierda –siempre con úlceras que le provoca la diabetes-, sale y arrastra el sillón hasta la sombra que proyecta el almendro. Coloca una mano a modo de visera, y otea el horizonte en dirección a las montañas de Trinidad para asegurarse de que al menos hoy desde allí no vendrá una tormenta. Luego se arrellana entre almohadones. A un lado la penca forrada con imágenes nevadas que sacó de alguna revista rusa, y sobre su regazo la cajita de talco, donde la gente irá echando los veinte centavos que cobra por cada cubo de agua que saquen de su pozo.

 

Es tal vez ella la persona de la que más mal se habla en el pueblo. Y no por sus manías. Sabido es que antes de echar la ropa a lavar, y para matar los microbios, riega con alcohol la batea de cemento y le prende fuego; o que los huevos que vende los enjuaga con agua y jabón para que ninguno quede embarrado de la mierda con que salen del culo de las gallinas. Pero por supuesto, estas costumbres tan sépticas no le hacen el menor daño a nadie. No por ellas es tan vilipendiada y tan utilizada como arma efectiva por las madres cuando buscan la total obediencia de sus críos. La antipatía general se la ganó gracias a las dos cotorras parlanchinas que alguna vez le trajeran de la Isla de Pinos. Las trataba como a las hijas que nunca tuvo. Horas pasaba acariciándolas, y las adiestró con un vocabulario tal, que pasados unos meses, no existía persona en el pueblo a la que las aves no insultaran con groserías. Hubo hasta quien acusó a Petrona, y hasta quien intentó envenenar con perejil a los animales; pero ella se las arreglaba para colocar siempre en su lugar a los ofendidos, y para tener siempre el ojo puesto en las jaulas cada vez que sacaba a sus niñas –como ella misma decía- a tomar el sol de las mañanas.

 

Aquel verano llovió poco. En los potreros las vacas languidecían, incapaces de comer la paja seca en que se había convertido la hierba; las turbinas no podían extraer líquido de la mínima corriente fangosa de los arroyos, y los sembrados locales quedaban sin regadíos. Por doquier la tierra se cuarteaba sedienta, y hasta Petrona puso restricciones y aumentó el precio a las cantidades de agua que vendía de su pozo.

 

Tal vez esta ausencia de aguaceros provocó la epidemia. O quizás fue pura casualidad. Lo cierto es que en unas semanas la alarma fue total. A Salud Pública no le quedó otra alternativa que anunciar que en beneficio del pueblo todas las aves de corral iban a ser sacrificadas.

 

Inevitablemente sobrevino el caos. Nadie quería perder sus gallinas. Ignorando las severas multas que podían pagar por infringir la ley, comenzaron a matarlas por su cuenta para consumirlas en grandes cantidades, o a esconderlas vivas dentro de los armarios para que las comisiones de recogida no dieran con ellas. Leo, el pollo que mi madre había criado “a tití”, y que como un perro fiel la seguía a todas partes, terminó sus días en un caldero de fricasé, aunque después de cocinado por remordimientos y asco, nadie quiso probarlo.

 

También hasta la casa de Petrona llegó la inspección, y sus cotorras fueron de las primeras en subir a las jaulas que el carretón de Pancho conducía a través de la calle real con destino al matadero. Como si supieran que estaban condenadas, hicieron todo el viaje gritando improperios a diestra y siniestra, muy por encima del cloqueo de las decenas de gallinas que las acompañaban en su infortunio.

 

El desconsuelo de Petrona fue total. Esto lo escuché varias veces en el comadreo que cada tarde a la hora del café mi madre mantenía con algunas vecinas. Según ellas, Petrona apenas sí salía de su casa desde entonces, y hasta se negó a seguir vendiendo agua. Los vecinos que se abastecían de su manantial, debían ir ahora hasta el pozo de Cuco, demasiado distante y con un agua que apenas sí hacía espuma para lavar.

 

Debo haber sentido mucha pena por Petrona. Pensé que aquella ocurrencia que me sobrevino le causaría algún alivio. Fue en una mañana de Septiembre. Con mi hoja de papel en una mano, y mi corazón de siete años henchido de orgullo, toqué tímidamente en el portón de su casa.

 

-¿Quién es? –preguntó con aspereza, al tiempo que entreabría la puerta. Tenía la mirada turbia, como si las cataratas que años después la dejarían ciega, ya hubiesen comenzado a hacer estragos en sus pupilas.

 

Por toda respuesta, le tendí el papel dibujado.

 

-¿Y eso qué es? –dijo, y llevó el papel a la luz que venía del portal para apreciar mejor mi obra.

 

-Una cotorra... –comencé a decir cohibido.

 

-¿Una cotorra eso? –preguntó incrédula, y acto seguido estalló en una violenta carcajada de burla, que hizo apagar para siempre mis sueños de artista plástico-. ¡Qué coño va a ser una cotorra eso! ¡Si aquí yo veo como tres picos! ¡Quién ha visto una cotorra con tres picos! ¡Cotorra pareces tú con esa nariz que tienes, chiquillo de mierda! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Camina a limpiarte los mocos!

 

Escapé a la carrera tan rápido como me lo permitían mis piernas, las lágrimas incontrolables escapándose de mis ojos, y mis oídos escuchando aún su risa estentórea y sus palabras ofensivas.

 

Jamás he podido olvidar este hecho. Siempre ha estado conmigo; pero nunca lo he recordado con tanta claridad como hoy al subir al estrado a recoger mi premio en un concurso de cuentos. Un diploma hecho en computadora, y una cotorrita de yeso posada en un alambre. Con sólo verla, Petrona se instaló en mi memoria, con todo aquel mundo que me rodeó en la niñez. Allí mismo, mientras en la sala sonaban aún los aplausos, esa rara inspiración a la que llaman musa, comenzó a gritarme al oído que el próximo cuento que escribiera tendría que decir cosas de Petrona, de sus cotorras, y de aquel dibujo mío.


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