El doctor Ricardo Smith Jiménez, trataba de estimular las células vegetales para que en el futuro hubiera suficiente abasto. Había estudiado a fondo el tipo de energía que hacía posible acelerar el crecimiento de sus células en la mitad de la mitad de la mitad del tiempo en que lo hacían normalmente. Pero también buscaba aumentar el tamaño de sus productos. Para lo cual había implementado un aditamento que aceleraba las sustancias químicas que tienen las frutas y verduras. Por lo que su trabajo no se consideraba de alto riesgo. Y sí, de muchos beneficios para la población. Por lo que el gobierno había destinado un sustancioso presupuesto. Además se había ido a radicar a su país de nacimiento. Donde le proporcionaban todos los medios e instrumentos para hacer posible su proyecto.
El doctor no tenía hijos. Pero sí varios sobrinos. Y uno de ellos, Sebastián Jiménez Huerta sentía las mismas inclinaciones científicas por la química y la biología genética. Por lo que un día se ofreció como su ayudante. El doctor estaba complacido, porque desde que llegó su sobrino, las pruebas se desarrollaron como él deseaba y en menos tiempo de que suponía. Las verduras empezaron a desarrollarse de mayor tamaño al igual que las frutas. Sólo que éstas últimas perdían un poco su consistencia. Lo que habría que corregir más adelante.
Una papa de 14 cm de longitud logró el doble de su tamaño. Y su sabor y consistencia se habían mantenido. Con la zanahoria, se había duplicado su tamaño y su grosor. Pero había endurecido demasiado. Tenía la consistencia de una roca. Aunque su sabor sí había mejorado. Eran detalles que corregiría con su dedicación el doctor Smith.
Pero una mañana, el doctor Smith amaneció resfriado. Y su esposa, la médico veterinaria Laura Mabarak no le permitió asistir a su laboratorio.
- Pero es muy importante que vaya. Ya calculé la cantidad de partículas que debo acelerar a la zanahoria para que aumente su tamaño, sin endurecerse. Sólo será cuestión de un par de horas. Déjame ir... - Suplicaba amorosamente a su esposa
- No. Eso puede esperar hasta que sanes. ¿Qué le puede pasar a tus benditas verduras, si no las ves en un día?
- Pero cariño...
- Nada. Que vaya tu sobrino Abraham. ¿Dices que es confiable, no?
- Sí, chacha. Pero él no está capacitado para manejar el acelerador de pártículas subatómicas todavía. Él sólo me ayuda a preparar las verduras...
- Entonces dime lo que quieres que haga y yo se lo diré. Que te traiga un informe de tus verduritas...
- Está bien. Tú ganas. Anota todo lo que quiero que él haga.
Laura escribió con lujo de detalle, todas las instrucciones que le dictó su amado esposo enfermo. Luego fue a buscar a su sobrino. Quien al ver que su tío no se había presentado al laboratorio, se encontraba examinando los animales que su tía tenía en las jaulas de la parte trasera de la casa.
Había perros, gatos, conejos, cobayas y algunas aves. Lo que más le atraía a Abraham eran las cobayas. Y en esos momentos jugaba con una de ellas, fuera de su jaula.
- Abraham, ¿Dónde andas? - Llamó a su sobrino desde la puerta trasera de su casa
El joven sobrino de apenas 22 años, se sobresaltó al escuchar a su tía. Aunque no hacía nada malo, sabía que a ella no le gustaba que abrieran las jaulas sin consultárselo. Por lo que al reaccionar para cerrar la jaula de las cobayas, la pequeña cobaya que sostenía segundos antes en sus manos, se deslizó hasta la bolsa que colgaba de los hombros del joven estudiante. Era un pequeño roedor de apenas 6 semanas. Por lo que 350 gramos de peso adicional no fue tomado en cuenta por Abraham. Cerró la puerta de la jaula y corrió al encuentro de su tía.
- Quiere tu tío que vayas al laboratorio y revises su hortaliza. Pero que no toques los aparatos y ninguno de sus instrumentos. Aquí está una lista de lo que vas a hacer. Luego le traes un informe de todo lo que hiciste. ¿Entendiste?
- Sí, tía
- No toques nada. Sólo limpia y toma las medidas de lo que aquí te dice. ¿Te queda claro? Aquí están las llaves. Puedes dejar tu bolsa...
- Pero tía, aquí llevo mis apuntes de lo que me ha enseñado...
- Está bien. No te demores.
Abraham dejó su bolsa en la mesa y empezó a seguir las instrucciones que le había mandado su tío. Pero cuando entró al pequeño invernadero, la pequeña coballa salió de su bolsa y empezó a caminar por todo lo largo de la mesa. Y aunque la mesa del laboratorio llega al metro de altura, las cobayas tienen una inadecuada percepción de la altitud. Y cayó al suelo. Afortunadamente para el pequeño roedor había una caja en el suelo que amortiguó su caída. Volvió a bajar, esta vez desde menor altura y se perdió en los rincones del laboratorio.
El joven estudinate de medicina, concluyó la lista de instruciones, redactó el informe y cerró de nuevo el labortatorio.
Días después, el doctor Ricardo, ya recuperado se reintegró al trabajo de laboratorio. Mientras él ajustaba los instrumentos de las radiaciones subatómicas que aplicaría a sus verduras, su sobrino Abraham, iba seleccionando la zanahoria, papa, jitomate y pimientos con los que trabajaría esa tarde su tío.
Luego de ajustar los monitores y las cantidades en las pantallas digitales, el doctor Smith procedió a inyectar la sustancia a la zanahoria, colocarla en el horno y encender el mecanismo. La verdura fue adquiriendo un color violeta antes de pasar al rojo y finalmente al anaranjado. En el trancurso de los 34 minutos que duró la radiación, la pequeña cobaya salió de su escondite y pasó varias veces por los pies del científico, sin que éste se diera cuenta. Y estuvo a punto de subir a través de sus pantalones. Cuando estaba por abrir la puerta del horno para extraer la zanahoria, la cobaya empezó a subir por su pierna derecha. El doctor, al sentir el cosquilleo en su extremidad, se movió bruscamente hacia atrás. Para evitar caerse, su mano izquierda se sujetó del botón que manipula las cantidades milimetricas de radiaciones. Mientras que con el brazo derecho accionó el botón que enciende el mecanismo de encendido. La zanahoria fue la afortunada que recibió esa tarde doble carga. Cuando Abraham se percató corrió en su ayuda. Levantó a su tío del piso y lo acomodó en una silla. Luego, al ver la zanahoria que casi se calcina, apagó la máquina. Minutos después abrió el horno para sacar la verdura que, cayó al suelo y se partió. La cobaya, abandonó al doctor y se apresuró a comer un trozo de... zanahoria radioactiva.
Abraham la atrapó. La metió en su bolsa para llevarla a casa de su tía. Un par de horas después, quiso guardar la cobaya en la jaula y descubrió que no se veía tan pequeña como cuando la recogió en el laboratorio. Ya medía más de los veinte centímetros a los que estaba acostumbrado verla.
De lo que ya no se enteró Abraham, fue que durante la noche la cobaya continuó creciendo a un ritmo geométrico por hora. Por lo que diez horas más tarde la cobaya medía más de 409 metros de longitud. Buscó al joven que jugaba con ella. Destrozó la ventana de su cuarto y al encontrarlo en su cama, lo engulló de un sólo bocado...
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales