Los tacones de Reynalda

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Luego de la comida, servida invariablemente a las seis de la tarde, toda la familia se trasladaba al portal para esperar la noche sentados en los taburetes de cuero que comprara cierta navidad el ya finado abuelo Ignacio. Entre bostezos y golpes de penca, con los cuales intentaban apartar el calor y el obstinado acoso de los mosquitos, eran siempre las mujeres las encargadas de iniciar aquellas largas conversaciones sobre aparecidos y tesoros ocultos. Venían seguidamente las historias del tío Tomás, quien tanto se esforzaba en sacar de su añosa memoria las sufridas imágenes de una adolescencia vivida en la isla de Tenerife.

 

Parecía que nada fuera capaz de variar la apacibilidad de aquellas charlas. Pero en el justo momento en que las últimas luces del crepúsculo se deshacían en el horizonte, los coloquios eran interrumpidos por el compuesto taconeo de Reynalda. Pasaba con su puntualidad casi perfecta, envuelta en un aura perfumada y luciendo elegantes vestidos que detenían en seco el parloteo de las señoras, y sembraban deseos en la mirada de los hombres.

 

-¿Qué dice la familia? -recuerdo cómo saludó aquella tarde. Su voz tenía un matiz especial, y sus labios, rojos como la grana, esgrimían una enigmática sonrisa.

 

Tanto mi prima Gabriela como yo, tendríamos entonces unos siete años. Jugábamos palillos chinos en un extremo del portal, algo alejados de los mayores; pero lo suficientemente cerca como para estar pendientes del hilo de sus conversaciones. Al aparecer Reynalda, detuvimos el juego. Conocíamos el efecto que su sola presencia causaba en el seno de la familia; y tampoco nosotros podíamos dejar de clavar en ella nuestra inocente mirada.

 

-¡Tan puta! -exclamó la abuela Inocencia cuando el ruido de sus tacones comenzó a apagarse al final de la calle; y en su rostro surcado de profundas arrugas quedó reflejada toda la soberbia que aquella mujer le inspiraba-. ¡Cómo no le dará vergüenza! ¡Hasta mi pobre Ignacio, que en paz descanse, estuvo a punto de caer cierta vez en sus redes!

 

-Dicen que está arreglando los papeles para irse al Norte... -comenzó a decir mi madre con aquella voz siempre tan limitada por la autoridad de la abuela.

 

-Eso es lo mejor que puede hacer -la interrumpió la tía Paulina-. Aquí ya no hay lugar para ella. En los Estados Unidos tiene a una hermana y a una sobrina. Fueron ellas quienes le pidieron que dejara todo esto una vez fallecido el marido.

 

La muerte del esposo de Reynalda sobrevino una mañana a principios de mayo. Cuando lo encontraron era sólo un montón de carne carbonizada junto a la mata de guayaba que crecía al final del patio. Este fue el sitio que escogió para vaciarse la lata de alcohol y prenderse candela. Dejó una carta de despedida. En ella no culpaba a nadie de su muerte, sencillamente se había aburrido de la vida; pero el pueblo no estuvo dispuesto a aceptar unos detalles tan simples. Los comentarios corrieron de boca en boca, acusando a Reynalda de ser la causante de aquella desgracia.

 

-Ese pobre hombre vivía avergonzado -decía la abuela-. Le aguantó tarros todo lo que pudo; pero se cansó de ser el hazme reír del pueblo. No me explico cómo alguien tan decente y tan bueno pudo llevar al altar a una vulgar ramera. Ella fue su perdición.

 

-¡Tuvo una muerte tan indecorosa! -exclamaba la tía Paulina-. Usted sabe Inocencia que a mí no me gusta hablar mal de nadie; sólo que...¡si al menos se hubiera ahorcado...! Darse candela es cosa de mujeres...

 

Pero a pesar de tantos insultos, Gabriela y yo de alguna forma queríamos a Reynalda. La queríamos porque en aquella época, cuando su casa era una de las pocas del pueblo que tenían un televisor, ella nos permitía verlo. Solíamos escabullirnos, y a escondidas de la abuela llegábamos hasta su casa. Gustosamente nos acomodaba en su sala, y alguna que otra vez nos ofrecía guayabas de aquella mata ya histórica, testigo mudo de las últimas agonías de su esposo.

 

En días de temporal, Gabriela y yo pasábamos las tardes haciendo barcos de papel y lanzándolos a la zanja por la que fluía el agua de los aguaceros. En el escampado de la siguiente mañana, corríamos a la calle para detectar en el fangal y entre tantas huellas de vecinos, las inconfundibles marcas que dejaban los tacones de Reynalda. Constituía una diversión el detectarlas. Teníamos así la certeza de que el día anterior, mientras las lloviznas y los resabios de la abuela nos condenaban a aburrirnos en el interior de la casa, ella, fiel a su costumbre y desafiando al mal tiempo, había pasado a encontrarse con la noche.  

 

Sin embargo, una tarde, Reynalda dejó de aparecer en el angosto escenario de nuestra calle. Supimos luego que se había marchado a los Estados Unidos. Desde entonces todo pareció desquiciarse. La prima Gabriela se fue a vivir con la tía Paulina a una casa en Santa Clara. Eran tan contadas las veces que nos visitaban en el año, que poco a poco aquella prima, que fuera mi inseparable compañera de tantas travesuras, se fue distanciando; y llegó el día en que estando el uno frente al otro, nos sentíamos como dos extraños. El tío Tomás no pudo rebasar su tercer ataque al corazón. Se llevó a la tumba su   deseo insatisfecho de regresar alguna vez a las Islas Canarias. Y yo, sin darme apenas cuenta, dejé de repente de hacer barcos de papel para echarlos a navegar con las lluvias.

 

Parecía también llover menos entonces. Aquellos temporales de antaño ya no volvían a repetirse. Claro que esto eran sólo ideas mías. Comprendí luego con los años, que siempre ha llovido igual. Sólo que un día dejamos de tener el suficiente tiempo para estar pendientes de la intensidad de un aguacero.

 

Una mañana, ruidosos carros vinieron a cubrir la calle de chapapote. Las ya invisibles huellas de los tacones de Reynalda fueron definitivamente sepultadas por el asfalto. En lo adelante sobre él se gastarían los talones de las chancletas de goma que comenzaron a usar las mujeres de esos años. Y cuando en la adolescencia dejé por fin de vivir en el pueblo, el polvo del olvido pareció   dormirse también sobre la imagen de aquella sensual Reynalda que habitaba en mi memoria.

 

Pero en estos días, mientras visitaba a la abuela, que ya apenas puede valerse por sí misma, tuve la dicha de estar sentado en el portal en el justo momento en que una elegante señora, pasó majestuosa por frente a la casa. Ni siquiera desvió la mirada al portal.

 

La abuela, pendiente aún -a pesar de sus males- de todo el que transitara por la calle, notó cómo seguía con la vista el ritmo de aquel cadencioso taconeo.

 

-Es la sobrina de Reynalda -dijo con picardía-. ¿Te acuerdas de Reynalda?

 

Fue entonces cuando todo el pasado acudió de golpe a mi mente. Y escuché apesadumbrado a la abuela, quien me contó que la señora había traído en una cajita metálica las cenizas de Reynalda. Cumplía así el último deseo de su tía, quien mientras agonizaba de cáncer en un hospital de Miami, tantas veces le pidiera que sus restos fueran a reposar a Cuba...

 

 

 

 


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