Soy el director de una escuela privada que imparte maestrías, en contaduría, en administración de empresas y en pedagogía. Yo no imparto clases. Sólo me encargo de recabar las colegiaturas y realizar los pagos a los profesores. Y administrar en lo general, la escuela. Los alumnos que vienen tienen un promedio de 25 años. Y mis profesores de unos 40. Y yo, más de 50 y viudo desde hace dos años.
Las clases se imparten regularmente los sábados por la mañana y por las tardes. Actualizamos las asignaturas siempre que son necesario. Trato de estar a la vanguardia, incluso con la tecnología. Por lo que no nos podemos dar el lujo de dar demasiadas becas a los estudiantes. Que son muy solicitadas. Ya que las mensualidades les resultan costosas.
Y esa fue la razón por la que Ada Vera, una de las estudiantes de pedagogía, quiso hablar conmigo cuando se iniciaba el tercer semestre de su maestría. Primero fue a mi oficina. Me explicó que posiblemente se retrasaría con el pago de las siguientes mensualidades. Que si existía una posibilidad de que la esperara.
- Por supuesto - Usted sólo debe preocuparse por concluir sus estudios. No se le cobrará ningún interés por las mensualidades rezagadas. Incluso se le dará la oportunidad de que liquide todo, hasta la fecha del examen profesional, si es que así lo requiere.
Cuando se marchó, alcancé ver en su rostro un brillo, que me demostraba que aquella respuesta era precisamente la que buscaba. Sin embargo, dos meses después volvió a buscarme.
- Creo que no podré continuar, don Esteban. A pesar de que trabajo de lunes a viernes, tengo unas deudas que saldar. Ya que ahí sí nos cobran intereses - Me dijo mientras terminaba su confesión con una tenue sonrisa
- ¿Qué puedo hacer entonces por usted, señorita Ada? - Pregunté tratando de que ella misma fuera quien hallara una salida. Me preocupaba que mis estudiantes abandonaran los estudios de la maestría. Por lo que siempre trataba de encontrar soluciones o permitir que los mismos alumnos lo hicieran.
No me respondió. Sólo volvió a sonreír de esa misma forma en que lo hizo la primera vez. De una manera dulce y sencilla, que iluminaba su rostro hermoso y jovial.
Por la noche, después de encargar a los vigilantes nocturnos que apagaran las luces y cerraran el edificio, salí en mi automóvil y me dirigí a casa por la misma calle por donde lo hacía cada semana. Me aproximaba a la segunda cuadra y percibí una silueta de una mujer delgada y pequeña que agitaba su brazo frente a mi carro. Como avanzaba a una velocidad moderada pude frenar a tiempo y reconocer a la joven Ada Vera, sobre la banqueta. Una vez que me detuve por completo, se aproximó a la ventanilla derecha de mi auto. Bajé la ventanilla eléctrica para que ella se asomara.
- ¿Qué hace aquí, señorita? ¿Quiere que la lleve?
- Sí - Fue su primer respuesta - ¿Puede hacerlo?
- Claro que sí - Le respondí intrigado - Suba usted
Cuando abordó el coche, tardó varios segundos en volver a decirme algo. No importaba. Pero necesitaba saber a dónde se dirigía.
- Y ¿Hacia dónde me dirijo? - Pregunté de la manera más sana y prudente posible.
Fue cuando empezó a contarme de la tragedia que viven sus padres. Que estaban a punto de perder la casa. Que el terreno que tiene su familia ha sido embargado y se necesita de mucho dinero para recuperarlo. Que lo ella ganaba dando clases no era suficiente. Por eso había empezado una maestría. Para encontrar un mejor empleo. Pero que no podía con todo. Cuando pude ver su rostro, en una de las pocas veces que volteó a verme, pude ver que sus lágrimas habían corrido su maquillaje. Aun así se veía hermosa. Lo que no soportaba era ver que sufría. En esos momentos, quise abrazarla, consolarla. Cosa que no debía hacer. Primero, porque iba conduciendo. Segundo, porque no sería del todo cortés con una jovencita de unos 24 años para quien yo era un completo desconocido.
- ¿Te gusto? - Me lanzó una pregunta por demás atrevida, que me dejó helado por un instante
- ¿Qué dice, usted? - Respondí con otra pregunta, tratando de guardar la distancia y el respeto que le tenía
- ¿Te parezco bonita? - Continuó su atrevida encuesta - ¿Andarías conmigo?
- Yo... - Me hizo detener el automóvil en un aparcamiento que encontré en el camino - ¿Qué trata de decirme? ¿Que si yo...?
- Sí. Eso que estás pensando. No tengo novio. Y podría salir contigo. Si tú quieres.
- ¿Es porque quiere que la apoye económicamente? - Me atreví por fin a cuestionarle - No tiene por qué hacerlo...
- Pero quiero hacerlo. Claro, sí tú quieres. - Y me sonrió. Pero ahora de una forma más sensual y coqueta. Sin parecer vulgar. Su sonrisa no dejaba de ser dulce.
No supe qué responder. Pero ella lo entendió, cuando discretamente tomó mi mano derecha. Yo la miraba fijamente a los ojos. Esos ojos grandes y oscuros que me cautivaban. Ella acercó su rostro al mío. Entonces mi mirada se desvió a sus labios. Unos labios húmedos que buscaban los míos. Cuando nos besamos, ella acercó todo su cuerpo delgado al mío. Y pude estrecharlo con ambas manos por un momento. Me sentí joven de nuevo. Y deseé con todas mis ganas hacerla mía. Ella lo supo. Porque cuando se apartó de mi lado, me miró de otra forma.
- Vamos. Llévame a un hotel.
Continúa...
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