Confesiones de mi esposa. 2da. Ed.

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 Confesiones de mi esposa. 2da. Ed.

I La mujer que dormía a mi lado
II Castigo
III La mujer del prójimo


I La mujer que dormía a mi lado

Conocí a una esbelta rubia norteña, de voz dulce, hermosos y grandes ojos marrón, firmes pechos enhiestos, y piernas torneadas de gimnasio, de la que quedé enamorado a primera vista. Y eventualmente fui el objetivo de aquella hembra que tenía más de un romance en tránsito. Mujer de extremos, durante días no sabía nada de ella y para luego llamarme hasta 50 veces en una sola tarde. Rápidamente nuestras tiernas conversaciones telefónicas se tornaron rabiosamente eróticas, boyantes de caprichos extravagantes, como el que ella se montase sobre en el scanner para fotografiarse el pubis rubio en tanga (una verde, para celebrar el día de San Patricio) y publicarlo en un blog Irlandés. Para entonces yo quería todo con ella, incluido el matrimonio y lo obtuve. Justo después comenzaron nuestros problemas. Mis viajes, lo apretado de mi agenda, acortaron demasiado nuestra vida en pareja. Por entonces ella aún acostumbraba recogerme en el aeropuerto, enfundada en mínimos vestidos, intencionalmente cometía faltas para confrontar a los agentes de tránsito, los cuales una y otra vez eran doblegados por la personalidad de mi esposa. Aquello le fascinaba, y a mí me parecía gracioso. Ya en nuestra cama ella me suplicaba que su triunfo impune fuera castigado rudamente, mientras ella me narraba los detalles de su mal comportamiento. Pero su audacia apenas arrancaba, ya en nuestros paseos de tarde en las plazas pública de la ciudad, comenzaba a posar migrando de lo sexy a lo abiertamente provocador, en las fotografías que le solía hacer. En los ajustados jeans que le gustaba usar, sentada en las fuentecillas con una inocentemente sonrisa dejaba sus piernas totalmente abiertas, en ocasiones descansando una mano abierta sobre el zipper, o la blusa con tres y hasta cuatro  botones desabrochados mostrando los encajes del sostén o colocada de perfil, bajando la cintura de su pantalón para revelar la cinta de sus breves braguitas.
No obstante mi fascinación, nuestro juego se salió de control, y yo lo descubrí tan casual como tardíamente. Al elaborar un álbum del material fotográfico que habíamos publicado en la web con el seudónimo de mi esposa, un rastreo me mostró para mí sorpresa que existía mucho más de lo  conocía. Empezando por una inmensa serie de fotografías comentadas que me dejaron atónito. Los detalles de las anécdotas que las acompañaban me permitieron corroborar su veracidad en mi propia casa. Como la existencia de fotografías de un viejo amigo de mis esposa desnudo, las cuales según los comentarios estaban guardadas en un rincón inalcanzable del escritorio de su estudio. También pude encontrar no sin estupor, las numerosas braguitas en colores fluorescentes e intrincados encajes, que lucía en las fotografías y que nunca antes le vi usar. Los hallazgos llegarón incluso a un costado de nuestra cama, dónde yacía una adornada cajita de madera de doble fondo, que muchas veces vi contener implementos de maquillaje, y que ocultaba un gran falo vibrante de 12” bañado en una fragancia masculina que yo no reconocí y rastros de vellos rubios sobre el infame taladro, y para completar numerosos envases de lubricante casi vacíos. El frecuente uso de tal instrumento quedaba revelado por el desgaste del cromado de alta calidad. Mi sorpresa crecía conforme yo conformaba el contexto. De ninguna manera reprobaba que mi esposa tuviese tales juguetes, pero contrastaba con su comportamiento habitual de reserva y cási temor respecto de esas herramientas. Incluso en alguna ocasión con resignación, aceptó el regalo y uso de un pequeño vibrador de capsula de apenas dos centímetros, el cual decidí olvidar, pues sus efectos esultaron adversos o eso me hizo creer ella, porque la pequeña bestia de 12 pulgadas que tenía oculta la desmentía. Aquel bastón de mando tenia además un apéndice flexible de masaje anal, práctica que ella siempre evitó, y que confirmaba su gusto por el sexo anal, descrito en sus “revelaciones web” como autentico. Al revisar los estados de cuenta del contrato de cable noté por primera vez pagos por eventos con clasificación para adultos a altas horas de la noche, los cuales estaban comentados y seriamente recomendados por mi esposa en sus charlas electrónicas. Eso me hizo recordar vagamente que en varias ocasiones creí despertar torpemente entre sueños para descubrir a mi esposa taladrándose la vagina mientras veía explícitos videos porno, cosa que terminé asumiendo como parte de mis sueños eróticos, y que reiteradamente olvidé platicar con ella.

Estos hallazgos, me hicieron pensar que mi esposa llevaba toda una doble vida. Así, en una confusa mezcla de ira, celos e innegable excitación, decidí violar la seguridad de su correo electrónico. Las pruebas reveladas frente a mí, me impidieron superar la incredulidad, ante las últimas piezas del rompecabezas.

En su correspondencia encontré cortas pero numerosas, conversaciones sin gran contexto pero plagadas de detalles, que mi esposa cruzaba con una tal “Dama roja” a quien le relataba noviazgos paralelos a nuestro matrimonio, encuentros sexuales en su auto, o el de sus amantes, en hoteles,  incluso en sus oficinas. El cómo dejaba a nuestros hijos en sus actividades extra clase o en la casa de mi suegra para escaparse con algún ejecutivo de la empresa en la que trabajaba.

Devastado, mi ira se convirtió en decepción, pero auto reprochándome, una curiosidad morbosa,  por los detalles de sus aventuras me asfixiaba. Intensifiqué mi búsqueda con software de rastreo y encriptación, en todos los ordenadores de la casa, y para colmo en mi ordenador personal encontré material explícito de ella. En él extremo de su atrevimiento, hizo un video, desde el interior de nuestra recamara, dónde aparecía yo mismo en el fondo, profundamente  dormido en la cama, mientras que mi esposa se desnudaba y le decía a su interlocutor, que él sujeto tras de ella era su esposo y que la portátil era la que solía llevarse a la oficina.
 Entre el material encriptado, había decenas de fotografías del  terapeuta de mi esposa, posando en el gimnasio y correos dónde acordaban reunirse para beber. Había también muchas tomadas por ella misma luciendo plataformas alta y ligueros, o pantalones ceñidos con aberturas hasta las caderas. Una serie completa dónde ella teatralizaba toda clase de muecas sexuales. Otra en clubes nocturnos y con gente que yo desconocía por completo, portando ajustados o diminutos vestidos, en poses que jamás le conocí en público o en privado. Tal cantidad de fotografías me llevó a pensar que su actividad comenzó junto con nuestro matrimonio. La última serie que soporté ver, tenía como escenario un lugar que al principio me pareció remotamente familiar, y que después identifiqué como la sala de juntas, del corporativo  donde yo mismo trabajaba. Y su compañero sexual, un de mis compañeros ejecutivos, a quien mi esposa le practicaba alegremente sexo oral, portando un uniforme escolar. Mi furia por fin superó mi excitación inaudita. Decidí darle a aquella ramera independencista un castigo ejemplar. La extornaría, la secuestraría y abusaría de ella durante todo un fin de semana, fingiendo ser un tercero.

Continuará en “Castigo”…


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