historia de una vida (4/4)

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Yo estaba orgulloso de mi trabajo. A él me dedique por completo, vivía para el patrón?, y el correspondía, como prometió, a mi buen quehacer. Me sentía un hombre importante, respetado y admirado por todos. Me enorgullecía el hecho de que muchas familias dependían de mí para comer, y procuraba contratar a máximos de peones para que llevaran un jornal a sus casas, y así me gané el respeto y la admiración de todo un pueblo. Un día mí madre me dijo que buscara novia, era necesario que me casase. Nunca había tenido novia, no es que yo fuera misógino, ni mucho menos, pero sí era tímido con las féminas, me costaba hablar con una mujer, y si era de amor, mi cara parecía la caldera Pedro Botero. Comencé a buscar a mi futura esposa, pero mi progenitora ya la había encontrado. Era mujer morena, más bien alta, de buen ver y desear, 25 años, trabajadora y ama de casa. Mi madre invitó a su familia a cenar, para conocernos, tal fue mi aceptación hacia aquella beldad, que fui asiduo visitante de su casa, hasta que un día decidimos casarnos. Contrajimos nupcias en el cincuenta y ocho. Ella iba bellísima, radiaba lozanía. El viaje de novios fue ir al cine al pueblo cercano, y regresar a la huerta, no pudimos hacer un viaje largo porque no había peculios, y era lo que se podía hacer en esa época. Después del cine, cenábamos tranquilamente con mi madre, yo estaba frente a mi esposa y mi madre a mi izquierda. Mi mirada hacia Marta, así se llamaba la que era mi esposa, era furtiva, ella me miraba, yo escondía, tímido, me rostro, pero ella me oteaba con una mirada llena de deseo, de amor. Nuestras miradas fueron cómplices de la lujuria que ocultaban, me daba ganas de cogerla en brazos y llevarla a la cama. Estábamos de esa guisa, y yo con mis fantasías oníricas, cuando se abrió bruscamente la puerta, entró el señorito, y reclamó su ?derecho de pernada?. Yo, enfurecido, golpee fuerte con mi puño la mesa, platos y viandas saltaron por los aires, una vela encendida sobre una cómoda, en honor de mi padre, comenzó a titilar. Me puse de pie. Me dio ganas de matarlo allí mismo, pero miré a mi madre con el rostro desencajado, henchido de ira, ella ocultó su mirada, agachó la cabeza avergonzada, y comprendí que ella padeció en sus carnes lo que ese energúmeno pedía en mi noche de bodas. Se hizo un silencio sepulcral. Marta, sigilosamente, salió y se dirigió a la casa grande, tras ella salió, enorgullecido y victorioso, el señorito. Yo me desplomé en la silla y comencé a llorar, mi madre seguía igual inmóvil, esperando que aquella noche pasara lo antes posible, yo maldecía y maldecía ese ?derecho de pernada?, que fue institucional en La Edad Media, donde el señor feudal podía yacer con su súbdita en la noche de su desposorio, pero estábamos en el siglo veinte y yo creía que ese derecho estaba abolido. Fuera como fuese, ese hecho marcó un hito en mi matrimonio. Desde aquella noche mi mujer no me hablaba, era una autómata, no salía de casa, tan solo recogía los frutos de la huerta y hacía las faenas de casa, se acostaba cuando creía que yo ya estaba dormido. Cuando hacíamos el amor se quedaba quieta, rígida, y lloraba, se dejaba hacer, pero no participaba en el juego de pareja, y yo me sentía, después de poseerla, como el más vulgar de los mortales, pero necesitaba sus besos, su frenesí, que cada noche me negaba con una claridad pasmosa. Así pasaron los días, las semanas, y no sé cuantos meses, y mi estado de ánimo parecía un trozo de mar embravecida, me pasaba los días por los campos, aunque no tuviera nada que hacer, todo con tal de no estar en casa, de no estar viendo a Marta. Una noche de estío, una bendita noche, de mucho calor, se acostó al mismo tiempo que yo, al poco comenzó a acariciarme. ¡Bendita noche! Aquella noche recorrimos, juntos, el más bello camino que se puede recorrer en este mundo con la persona amada. Esa noche monté una yegua joven, embravecida, y trotamos por los senderos del éxtasis y del deseo consumado. Comprendí que aquella mujer me quería, que había acertado en su elección, y que formaríamos una buena familia, pero también comprendí que para ser felices, dichosos, tendríamos que salir de la huerta, de la hacienda, del poder absoluto del señorito, pese a las reminiscencias de mi madre, que ya la convenceríamos.

Al cabo de unos años conseguí lo que me propuse: tener mis propias tierras. Entre las tierras que me regaló el señorito al casarme y las que pude yo comprar, me desligué de su yugo, para ello, claro está, tuve que ir haciendo pequeños engaños en las cuentas para lograr mi objetivo. Me costó, pero lo conseguí, y con el tiempo fui comprando más tierras convirtiéndome en un hombre pudiente, pero para entonces mi madre ya había muerto. La enterramos junto a mi padre, como ella quería, cumpliendo su voluntad, y toda la familia lloramos su muerte, siendo sus nietos quienes dieron un ejemplo de amor y cariño hacia su abuela. Desde que dejé al señorito mi vida transcurrió entre mis tierras y mi adorada Marta. Fuimos muy felices y dichosos, y vinieron los hijos, eran el orgullo de sus padres, y más tarde los nietos, los tratábamos con un amor y una delicadeza distinta a los hijos, que quisieron introducirme en las nuevas tecnologías, pero no lo consiguieron. El salir de la huerta nos volvió a la vida, nos sentíamos boyantes, afortunados, una autentica familia, incluso mi mujer yo olvidamos la fatídica noche en la cual el señorito hizo uso de su ?derecho de pernada?.

Era un día lluvioso del mes de Abril. Llovía a cántaros, como se dice por estas tierras. Llegó un peón mandado por el señorito, quería verme en la casa grande. Presto acudí a la llamada porque creía que se trataba de unas lindes de tierras que teníamos en litigio. Estaba en la cama, moribundo. <<?Siéntate Juanillo?>> Me dijo al verme llamándome como siempre. <<?Me voy de esta vida, pero mi conciencia no está tranquila contigo. Quiero pedirte perdón por todo el mal que te haya podido hacer, ¿me oyes? ?>> Claro que lo oía. Me sentí el hombre más feliz de la tierra al oír eso de perdón. Le dije que se fuera tranquilo, que le perdonaba. ¡Mentira! Seguía odiando a ese viejo pellejo, pero nunca me he alegrado por la muerte de alguien, y, además, hay que saber perdonar, y más en el lecho de muerte. Murió. Lo enterramos. A su sepelio fue mucha gente, unos les alababan, otros criticaban, yo estuve callado. Ví el derrumbe dictatorial y el emerger democrático, viví en las dos Españas, pero el odio anidó en nuestros corazones.

Sigo sentado en esta arboleda dejando pasar el tiempo, esperando a esa señora que me lleve a su sueño eterno, cansado estoy de tanta espera, pero no me da miedo ni siento pavor la muerte, pero morirme me da pena.

 

 

 

 


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