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Prematuramente viuda, con sus treinta y dos años recién cumplidos, todavía no había tomado conciencia de que lentamente desde su trágica pérdida, se había convertido casi en una ermitaña, apenas cruzando un gesto de saludo a quien cada quince días le proveía de alimentos y otras mercancías, las que pedía por medio de una nota que enviaba con ésta misma persona.
Inconcientemente, el día de su trigésimo tercer cumpleaños, habiendo recorrido previamente su huerta y encontrándose ya en su jardín frente al rosal, arrancó una gran rosa amarilla y se dirigíó, por primera vez en 5 años, al cementerio local.
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