Muerte de un soldado

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Algo cayó junto a él. No sabría decir el qué, pero una explosión de fuego, barro, y sangre le hizo perder el equilibrio y caer al suelo sobre un charco de barro. El fusil se le resbaló de las manos y la boca se le llenó de agua. Rápidamente y escupiendo el contenido de su boca se levantó a duras penas, con el costado dolorido. Echó un vistazo a su alrededor, pero el barro escondía cualquier mancha de sangre que pudiera haber.
Miró hacia delante, recogió su fusil que yacía junto a él y echó a andar en pos de sus compañeros. Una decena de soldados corrían delante de él, y a su espalda otro medio centenar corría hacia el pequeño pueblo que se encontraba ante ellos, a tan solo unos cientos de metros. A simple vista parecía algo fácil de lograr. Sin embargo la realidad era mucho más difícil de afrontar. En cuanto salieron del pinar que rodeaba el pueblo una lluvia de balas y morteros cayó sobre ellos, destrozando sus filas y separándolos.
Varios carros blindados avanzaban por los flancos del escuadrón y disparaban contra los edificios, pero aun así el fuego enemigo era devastador, y pronto comenzó a ver caer a sus compañeros. Todos los cuerpos que veía caer al barro para no volver a levantar eran diferentes rostros e identidades. Cada uno de ellos tenía una vida por detrás, llena de conocidos que no volverían a verles, llena de sentimientos, y una vida por delante, que ya no podrían vivir.
A tan solo unos pocos metros volvió a caer un proyectil de mortero y vio como dos hombres volaban en pedazos por el cielo. Como si no fueran más que confeti. Y acto seguido una lluvia de sangre bañó a los que corrían a su alrededor.  Cerró los ojos para no ver los cadáveres desmembrados y mutilados de aquellos hombres volver a la tierra, al frío y húmedo barro.
Deseó poder tener delante al que había lanzado aquella bomba, y así hacerle pagar por ello. Sin embargo aún estaban muy lejos de su M1 Garand. Mientras que a un lado y a otro podía oír el silbido de las balas disparadas por los defensores del pequeño pueblo.
Delante suya varias personas arrojaron granadas de humo al frente, para cubrir su avance. Pero no pareció ser muy útil, porque a pesar de no ver nada, las balas seguían silbándole en el oído.
Apretó los dientes y se esforzó en recrear las imágenes de la playa de Normandía cuando llegó a la zona. Cientos de cadáveres mutilados y destrozados por las ametralladoras. El agua del mar no era como la recordaba. La espuma no era blanca y el agua no era azul, sino rojas, rojas de la sangre de los caídos en aquella playa que formaba pequeños riachuelos para llegar finalmente al mar. Y gritó, gritó con todas sus fuerzas para dejar salir su furia, pero nadie se percató de ello. Por todos los lados caían bombas y se disparaban fusiles, silenciando sus gritos o palabras.
No sabía qué harían cuando llegaran al pueblo. Se refugiarían tras las casas o seguirían corriendo hacia los alemanes. Ni una ni otra le parecían buena idea, pero siguió corriendo. No podía parar. La inercia de su peso y del equipo que llevaba encima le obligaba a seguir corriendo o caer al barro de bruces. Y esa última no era una opción agradable. Pensó que llegaría, que llevaría a cabo alguna acción heroica, recibiría una medalla y volvería a casa como un héroe. Aunque con volver a casa sería suficiente recompensa. Sin embargo, en un segundo, toda su vida pareció tornarse oscura.
Otra bomba estalló cerca de él. Esta vez a su espalda. Elevándolo del suelo y empujándolo varios metros hacia delante. Junto con la metralla y trozos de tierra.
Rodó y rodó, y pensó que nunca pararía. Se mareó y el vómito salió por su boca, dejando un rastro de sangre, barro y vómito a su paso por la pequeña llanura. Finalmente se detuvo, y se quedó inmóvil, mirando al cielo. Quiso levantarse, pero no pudo. Un profundo pinchazo le recorrió la espina dorsal y decidió no volver a intentarlo.
Tenía los oídos taponados y todos los sonidos a su alrededor estaban acolchados, incomprensibles. No se notaba nada raro, pero tampoco logró mover los brazos para comprobarlo. Estaba paralizado completamente, de arriba para abajo.
Miró al cielo y comprobó que por una vez en esa semana, era azul. Sin embargo lo que más le sorprendió fue que la lluvia continuaba cayendo sobre él, como caída de la nada.
Y lo comprendió, comprendió en ese mismo instante que iba a morir. Y lloró, lloró amargamente. Porque antes de salir del pinar, el cielo era gris, y no se podía ver ningún resquicio entre la niebla y las nubes. Pero ahora la claridad de la bóveda que se extendía sobre él era total. Y contempló temeroso como una luz aparecía en el cielo. Una luz muy distinta a la del sol. Una luz blanca y pura, cuyo brillo no hacía daño a la vista. Y en el tiempo que pudo verla la encontró hermosa. Y mientras se acercaba a él no le importó que ello significara la muerte, pues era algo magnífico lo que iba hacia él. Y sin darse cuenta tenía el brazo derecho alzado, con la mano abierta, queriendo tocar la luz e ir con ella. Pero de pronto, esta comenzó a alejarse, primero con timidez, y después rápidamente, hasta que el cielo volvió a estar completamente gris. Pestañeó varias veces y abrió los ojos todo lo que pudo para analizar aquel nuevo paisaje. El cielo volvía a ser el mismo, y ya no era totalmente azul, ya no había luz alguna que le diera paz. Sino que tan solo había oscuridad, una oscuridad que lo abrumaba y lo rodeaba por todas partes.


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