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Estaba sentado bajo el peral, butaca de paja, hundida, con una almohada puesta para hacer más cómodo el rato. El cuerpo cansado, la piel cuarteada y manos ásperas del trabajo duro. Siempre estaban sus compañeros cerca de sus alpargatas bigotudas, fieles a su sombra y a su silbido. Se sentía el amanecer del verano en el aire, mate en mano y tabaco en boca, miraba pensativo aquel pedazo de tierra. Él como un perro, sentado a sus pies una vez más sentía esa sensación casi irracional del silbido, incondicional e inseparable del campo.
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