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El hombre enjaulado
Por C.G. Demian
Enviado el 05/03/2015, clasificado en Terror / miedo
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La trampilla se abrió de nuevo. El olor a podredumbre se coló en la celda antes que la comida.
-Ahí tienes lo tuyo degenerado - dijo una voz masculina desde el otro lado de la puerta. Dicho esto, volvió a cerrar la trampilla y sus pasos se alejaron.
Fritz dejó transcurrir unos minutos antes de ir a recogerla. Prefería oler la comida, su sabor no era para nada de su gusto. De todos modos, la ingería a diario, sin dejar una miga, sin desperdiciar una gota.
Esta era una dura prueba que le había impuesto la vida. Pero Fritz estaba orgulloso de sí mismo. Estaba demostrando, que no era un pusilánime, que tenía agallas, y conseguiría su objetivo. Más tarde sería recompensado, siempre llega la recompensa a quienes se esfuerzan.
Una vez terminó la comida, depositó los cubiertos de plástico en el suelo. Asió fuertemente la bandeja metálica con ambas manos, y comenzó su ritual diario. Era extraño y nadie lo comprendía. Alguna vez había escuchado a los carceleros cuchichear tras la puerta. Fritz era un loco, ¿qué podía esperarse de alguien así? Pero seguían sin comprenderlo, aunque fingían que les daba igual.
A Fritz no le importaba que no lo entendieran, que ni el mismo le encontrara sentido. Simplemente, formaba parte de sus tareas. "Lo que debe hacerse, tiene que hacerse" se decía. Entonces se golpeaba la cabeza con todas sus fuerzas. Algunas veces se abría una herida, y la sangre le cubría la cara. Era refrescante sentir su rostro húmedo. Le hacía sentirse bien, pulcro incluso. Cuando era afortunado, perdía el conocimiento. Abandonaba entonces su prisión, y recorría sus lugares favoritos. El parque donde jugaba cuando era niño. Allí encontraba a Victoria, una niña de mirada penetrante, con la que compartía juegos. La biblioteca de su mentor, fuente inagotable de sabiduría. El lago de Silverswamp, cuyas oscuras aguas escondían misterios atávicos. Aquellos lugares y personas habían labrado su personalidad durante sus años de formación. A todos les estaba agradecido. Pero su mentor ocupaba un lugar preeminente. Le sentía tan cercano, aun en aquella fría celda. Por él estaba cumpliendo el ritual. Por él se convertiría en alguien mejor.
Al despertar, regresaba a su celda, satisfecho, con un poso de felicidad en su alma. Pero la felicidad no le hacía comprender. Hacía más llevadera su estancia en la celda, pero nada más. Desentrañar la locura nunca fue una tarea fácil, sobre todo para uno mismo. Esta última vez, no había perdido el sentido. Así que esperaba sentado, apoyando la espalda en la pared. Sus manos ya no podían detenerse, temblaban sin remisión. El frío calaba su huesos y la locura su alma. Lo estaba consiguiendo, pronto saldría de allí, el ritual habría terminado. Sonreía como un bobo, dejando caer un hilillo saliva sin percatarse siquiera. En su cabeza podía oír la voz de su maestro repitiendo una y otra vez "La locura es el camino que te hará libre".
* * * * * * * *
-Sabe tan bien como yo, señora Goderman, que ingresó en esta institución voluntariamente. Pagó por ocupar una celda, y así lo hizo. Pero su hijo ha enloquecido, ya no podemos consentir que abandone el sanatorio.
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