Solo era un mandado

Había cometido una fechoría horrible, pero era muy cierto que tan solo seguía las órdenes de su capitán, aunque estas fueran despreciables. Prácticamente estaba delirando y murmuraba una y otra vez:

Esos hombres eran inocentes, muchos jamás habían salido de su pueblo o empuñado un arma y aun así él les castigaba, acababa con sus vidas, siendo lo único humano que podía hacer matarles rápido, sin alargar su sufrimiento, no disfrutando de su condenable acto, a diferencia de lo que hacían sus compañeros.

Era inútil, seguía sintiéndose un miserable, pero momentáneamente tuvo que dejar a un lado sus reflexiones, pues su capitán, un hombre alto, rudo y poco considerado, le ordenó que inspeccionara la última casa que quedaba en pié. Él lo hizo a regañadientes y rezó por no encontrar a nadie vivo dentro, pues no podría soportar tener que cometer otra atrocidad más. Por desgracia, sus deseos no fueron colmados, pues dentro de aquella vieja casucha medio destruida se encontraba un niño de unos diez años, temblando y escondido bajo una manta, rodeado  de viejos cacharros. Resultó fácil localizarle, pues la casa no era muy grande y había pocos lugares para esconderse y pocos objetos con los cuales cubrirse.

No podía hacerlo, no le importaban las represalias, pues ya había bastante horror, sangre y destrucción en el mundo, aquel niño debía vivir. Ordenó al pequeño que volviera a esconderse en el mismo lugar y le dijo que no saliese de allí hasta que él regresara, asegurándole que en caso contrario firmaría su sentencia de muerte. El niño asintió y él se dispuso a salir del edificio, siendo interrumpido por la voz del niño:

¿Por qué mataste a los demás?

Aquella pregunta hizo que le lloraran los ojos, pero finalmente acertó a decir:

Yo solo soy un mandado. Te ruego que confíes en mí, regresaré en breve cuando los demás se hayan marchado y te pondré a salvo, lejos de toda esta destrucción.