Ella amaba los tibores

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ELLA AMABA LOS TIBORES

 

María Matilde me dejó ayer. Su decisión fue tan inesperada, que rompió todo mi ego, y aún hoy no he logrado reponerme.

 

Hasta ese momento la relación marchaba bien. Yo era su arco iris, su muñequito de piel de bebé, su regalo de Dios, su estrella caída del cielo, y todas esas cosas que uno sabe decir sólo si está enamorado.

 

Pero, cuando seguro de ese amor, fui a reclamarle por el total abandono a que inusualmente estuve condenado durante el último fin de semana, me sentó junto a la mesita de su cuarto, y como si estuviera hablando con el bodeguero de la esquina, y no con quien noche a noche compartía su lecho, me miró por encima de los espejuelos, y fríamente declaró que lo sentía mucho; pero se había dado cuenta de que yo no era su hombre. No me amaba. Y además, no le era necesario.

 

Sin embargo, yo sí la necesitaba. Con ella no se podía hablar del Museo Metropolitano de Nueva York. No sabía quién era Victoria Abril. Tampoco aceptaba una invitación para un concierto de música clásica. Pero no obstante, me sentía bien a su lado.

 

Por más que me rompo la cabeza buscando un motivo lo suficientemente fuerte como para hacer cambiar de un día para otro sus sentimientos, no logro encontrar ninguno. Ella me asegura que no existe otra persona que esté perturbando su vida, así que eso no es. Y el incidente del tibor no creo que haya sido para tanto. Eso le puede suceder a cualquiera.

 

Siempre he odiado los tibores. Me parece asqueroso levantarse uno por la mañana y transportar hasta el baño el orine o el excremento que durante la noche se ha acumulado en un recipiente.

 

María Matilde no. Ella amaba los tibores. Y por su amor, tuve que adaptarme a escuchar cómo se levantaba de madrugada para acuclillarse sobre el suyo, que era plástico, y tenía tapa.

 

La noche del incidente yo había tomado unas cuantas cervezas ?Tuborg? que ella misma, sabiendo cuánto me gustaba esa marca, resolvió para mí con una amiga que trabajaba en un hotel. Ingerir tanto líquido hizo que me levantara a orinar. No quise encender la luz para no molestarla. Tampoco fui al baño, pues la taza sanitaria estaba llena de salfumán, y a su alrededor, todo era un mar de veneno para matar cucarachas. Por excepción, utilicé su tibor.

 

Medio dormido, estiré la mano en la oscuridad y lo tomé del piso, asombrándome de que pesara tan poco. Era muy raro que María Matilde aún no le hubiese dado uso. El líquido comenzó a fluir de mi miembro casi erecto, pero para mi sorpresa y confusión, el supuesto tibor se desbordó enseguida. Sólo cuando mi vejiga estuvo completamente vacía, atiné a darme cuenta de que lo que sostenía en mi mano izquierda no era el tibor, sino la tapa.

 

Ella abandonó la cama peleando y llamándome cochino. Puso papel de periódico por donde quiera para que al día siguiente le fuera más fácil limpiar. Esa noche se negó a hacer el amor, y por la mañana no quiso ni besarme cuando me despedí para ir al trabajo.

 

Ahora estoy despechado. Por eso cambié dinero y me hice de unos dólares. Quiero elegir en esta tienda un buen regalo para enviarle. Un regalo que la moleste, que la haga recordarme. Y no se me ocurre nada mejor que no de aquellos tibores que se exhiben en el último anaquel. Son de aluminio; y además, no tienen tapa.

 


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