El día de mi muerte

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Te despertaste temprano, como de costumbre, a pesar de que los dos éramos dos viejos jubilados a los que no les corría ninguna prisa por levantarse a las seis de la mañana. Pero te habías acostumbrado a hacerlo. Toda tu vida fue así. Tratar de aprovechar la luz del día para hacer los pendientes. Cuando ibas al trabajo, no importaba que yo estuviera jubilado, me despertabas también de manera involuntaria. Y me levantaba para ayudarte en algunas cosas. 

Sólo que ahora te levantabas para lavar la ropa. ¡Cómo si no tuvieras todo el santo día para tenderla! Luego desayunábamos juntos, con el televisor encendido.

"... Continúan  los tiroteos y las explosiones en varias ciudades del país. El gobierno ha pedido refuerzos al país vecino. Se cree que las tropas armadas llegarán en dos días. Se pide a las familias que no abandonen sus hogares. Que cuando escuchen los impactos de balas y detonaciones, se tiren al suelo hasta que pase todo. Se les recuerda que no deben acercarse a las ventanas que, aunque lo más seguro es que ya no tengan cristales o estén despedazados, pueden saltar al interior pequeños fragmentos de las municiones que..."

- ¿Por qué seguimos escuchando las mismas noticias de todos los días, Marianela? - te dije con mi voz pausada y baja

- Porque no hay otra cosa que ver - respondiste cariñosa y comprensiva - Así por lo menos nos enteramos de lo que pasa en la calle de enfrente, sin tener que asomarnos a la ventana - agregaste con tu maravilloso sentido del humor

Luego me llevaste al cuarto en la silla de ruedas, me quitaste el pañal y me bañaste en la tina que teníamos en el baño. A pesar de lo difícil que era para ti mover mi paralizado cuerpo, te habías acostumbrado a hacerlo. Tus músculos se habían fortalecido. Por eso despediste a la última enfermera que me atendía. Ya no la necesitábamos. Queríamos estar solos y no poner en peligro la vida de otras personas. 

Cerca del mediodía me dejabas solo para ir a comprar los víveres. Era la hora que recomendaban para salir. El ejército y la Marina rondaban nuestras calles y escoltaban durante una hora a los civiles. Por eso aprovechabas ese tiempo para hacer las compras.  Me dejabas en el Estudio, lejos de la ventana, escuchando música instrumental. Sabías muy bien que esa música me relajaba tanto, que a veces, me encontrabas dormido. Por eso ese día, cuando regresaste, no te preocupaste. 

Guardaste el queso, la leche, los huevos y las verduras en el refrigerador. Las galletas, las sopas y el café en la alacena. Me preparaste un café con leche y me lo llevaste con unas galletas al Estudio. No te sorprendiste al encontrarme con los ojos cerrados y recostado sobre mi hombro derecho. Depositaste la taza y las galletas sobre la mesita de centro. Caminaste hacia la parte trasera de la silla de ruedas y me condujiste a la recámara. Sólo que, cuando trataste de bajarme para colocarme sobre la cama, sentiste mi cuerpo muy pesado. Demasiado pesado, más de lo acostumbrado. Te colocaste frente a la silla y jalaste mis dos brazos al mismo tiempo, sobre ti. Casi te caes a causa del impacto que te produjo el peso de mi cuerpo. Sin embargo, resististe. Y empujaste mi cuerpo hacia la cama. Cuando trataste de acomodarme, rozaste mis manos frías. Entonces sí te preocupaste. Tocaste mi rostro y lo hallaste demasiado frío. Pusiste tu mano bajo los orificios de mi nariz y notaste que ya no respiraba. 

Fue cuando supiste que ya no estaba vivo. Me abrazaste en el lecho, colocando tu cabeza sobre mi pecho. Y lloraste. Lloraste largo rato. 

 


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