Aroma y secreto

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      En una habitación blanca, transparente, donde huele a desinfectante y alcohol, debajo de unos focos fluorescentes, casi desnuda, solo unos paños verdes le recubren medio cuerpo, se encuentra Sara; con las piernas abiertas y en alto.  Su boca blasfema, maldice, eso la ayuda a calmar el dolor, aprieta los dientes y empuja con todas sus fuerzas.

 

     Entretanto, en la sala de espera, una mujer pasea mientras aguarda. Viste con traje chaqueta, tiene los brazos cruzados y no para de morderse los labios. No deja de mirar hacia la puerta, por la que solo hace que entrar gente, pero nadie sale a decirle nada.  Es la madre de Sara esperando.

 

     Dios la bendijo con el don de ser madre: bueno, no se si fúe Dios, quizás solo la bendijo la vida. 

 

     Sara ya no es una jovenzuela, es una mujer que se siente realizada en casi todos los aspectos de su vida, aunque siga viviendo con su madre. Su padre las abandonó hace muchos años. Fue entonces, cuando llegaron y establecieron su domicilio en la capital, alejándose de aquel inmenso caserío en el que vivían, rodeadas de terrenos agrícolas que suplían prácticamente con todas las necesidades de la familia, junto con el ganado y pastos recolectados. En donde podían deleitarse de aquellos prados de color verde intenso y del  mágico olor ha mojado sobre la hierba que deja la lluvia.  En el que los inviernos son tan fríos que les obligan a permanecer en casa durante muchos días.

     Así se crío Sara, en las praderas, entre aromas y cocciones, entre aceites, brea, glicerinas y demás esencias.

     Sara tiene el sentido del olfato muy desarrollado.  Lo heredó de su abuela. De pequeña siempre se pegaba a ella; cogía un viejo taburete de cuerda que andaba por la cocina y se subía en el,  bajaba la cabeza hasta que su nariz podía olfatear lo que se cocía a fuego lento en aquella olla que no dejaba de hervir durante todo el día.   Aprendió y también disfruto de aquellos deliciosos jabones que elaboraba su abuela y que hoy con tanta delicadeza prepara ella misma en su taller. Artesanos y exclusivos jabones que sirve a sus clientes, entre los que se encuentra una importante empresa de cosméticos. A veces se ve obligada a hacer vela para que los pedidos estén apunto en la fecha de entrega. Su trabajo y sus jabones son lo que mas ama hacer.

     Siempre tiene las manos puestas en un sitio, la mirada en otro y el sentido del olfato rozando un insuperable aroma. Ya sabe que la manteca huele deliciosamente a chocolate. Y que son ruidos secos los que estallan y forman un pequeño oleaje de burbujas cuando los trozos de naranja dulce y mandarina verde caen en el agua hirviendo de la olla que previamente ha sido inyectada de olores de La Toscana, romero y un toquecito del secreto de la casa. Es esencia convertida en magia. Jabones que son pura sensualidad. Solo les falta el elemento imprescindible de alta costura que Sara añade; el precioso envoltorio y el cuidado de la presentación. Así tendrá el éxito asegurado. Y volverá del taller como cada día, con la sensación de trabajo bien hecho.

 

     Cuando llega a casa, suele encontrar a su madre que espera sentada mirando la televisión y con la mesa puesta. Algunas veces les acompaña Marta, su mejor amiga. Cenan, comentan que tal el día y luego cada una se retira a su habitación.

     Allí tiene Sara todas sus cosas, sus libros, notas que se le ocurren para sus recetas, también guarda secretos, a veces se siente sola y cuando se desviste, su cuerpo se convierte en universo.

     Lo explora, se descubre, lo conoce como nadie, imagina y juega, se da placer y gusto.

 

     Hace mucho que Sara tiene frió, sabe que no es por culpa de enero y que la estufa es como hielo. Que le faltan borracheras de besos, alguna barba que le roce la piel y clavículas con las que apoyar su barbilla y poder abrazar bien.

 

     Un día, concretamente era viernes, salió del taller, sabía que nadie la esperaba en casa, su madre estaba de viaje y unos días atrás había oído que en un bar no muy lejos de allí, daban una función, le pareció que sería algo divertido y decidió acercarse.

     Llegó caminando hasta la puerta y con paso firme y segura de sí misma, entró. Percibió un fuerte olor a madera y sin detenerse siguió hasta llegar a la barra.

 

     El camarero al verla, no tardó nada en dedicarle una sonrisa y muy amable le preguntó:                                                                             

   - ¿Que le sirvo a la señorita?

    -¿Algo dulce y un poco fuerte, podría ser? Contesto   Sara devolviéndole la sonrisa.

    - Como no, señorita, eso está hecho.

 

     Sara vio una mesa libre cerca del escenario, se quito el abrió, cogió su copa, se acerco y se sentó, seguido cruzo las piernas. El monólogo había empezado y Sara se sentía bien, reía y la copa dulce que tomaba parecía gustarle, el ambiente y el lugar eran agradables. Estaba guapa, el vestido color azul violeta junto con el maquillaje, le hacían resaltar sus bonitos ojos miel.

    Mientras recogía parte de su pelo para retirarlo detrás de su oreja, alguien la sorprendió susurrándole al oído.       Alguien que la había visto entrar caminando con ese aplomo y la seguridad de quien tiene la situación bajo control y que no había podido dejar de mirarla desde el día que la conoció en aquella reunión de la empresa, donde él es coordinador del departamento de ventas y Sara hizo una presentación de sus productos.

 

     No sé cuales fueron las palabras que le murmuró al oído, pero a Sara parecía que le habían crecido una especie de alas en los tobillos para volar y se hubiese transformado en el mismo sol.

     Esa noche salieron juntos de allí, una habitación de hotel con sabanas blancas fue su plato para una gran tormenta corporal y Sara ardió con la falda levantada. Alguien le leía las vértebras de su espalda con los dedos. Tenía la primavera en el tacto.

     A esa noche, le siguieron otras. Se disparaban los corazones entre cines y teatros. Parecían gatos siameses escondidos entre callejones. Se rodeaban, envolvían, olvidaban los relojes, barajándose las pieles cuando nadie les veía.

 

     Hasta que algo comienza para terminar, la aventura no admite añadido.

 

     Alguien salió de su casa para no volver más. Alguien quedo empotrado en la parte trasera de un camión, en el kilómetro ciento veinticinco de la autopista sesenta y seis en dirección a Oviedo, mientras circulaba un viernes de primavera  para encontrarse y ahogarse de amor con Sara.

 

     Ella se mira en el espejo y no hay nada, solo una cara mancha da de rimel y lágrimas. Nadie que le despinte los labios, ni le levante la falda, ni que le rompa las medias, ni cuerpo desnudo a la otra frontera de la cama.

 

 

     Tres kilos y cien gramos acaban de ver la luz, tiene los ojos de su madre y se llama Ana. Parece estar muy sana, solo una palmada e inicia el llanto. Llanto que a Sara le suena como una melodía y como un susurro el los oídos.

                                                      

 

 

 

 

 

 


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