Mi vida en la pantalla

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Enviado el , clasificado en Ciencia ficción
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Cuando cumplí los 18 años de edad, mis padres me pidieron que me independizara. Que aquella decisión me ayudaría en mi formación. Que me haría un hombre de bien. Que entendería el significado de la responsabilidad. Así que, a pesar de ser apenas un estudiante de la facultad de ingeniería civil, busqué un departamento donde pudiera empezar la nueva etapa de mi vida. Tenía que ajustarse a la cantidad inicial que ellos me dieron. Pero no me resultó nada fácil. Por lo que tuve que vivir con un compañero de la facultad, que pagaba renta con lo que le mandaban sus padres mensualmente. Eso me daría tiempo de seguir buscando un departamento económico donde yo pudiera estar solo y permitirle a ese compañero su privacidad.  Conseguí un trabajo por las tardes en la tienda de un anticuario donde, por ser poco visitado, me daba tiempo para estudiar y cumplir con mis deberes académicos. 

Pronto me gané la confianza de don Gregorio y de doña Sofía, la pareja de ancianos dueños del establecimiento. Ellos vivían en una pieza de la tienda, situada al fondo. Y se turnaban para quedarse conmigo al frente de la misma. Pero al cabo de un año, les complacía dejarme solo para que yo estudiara sin interrupciones de su parte. Además, me proporcionaron una pequeña habitación con baño incluido, donde podría quedarme a vivir. Con lo que me pagaban, me alcanzaba para comer en un pequeño restaurante, a unas dos cuadras del local.

Una vieja y pequeña estructura formada con ángeles de metal, colgada en la parte superior de la puerta principal, sonaba cada vez que un posible cliente entraba. Lo que me daba tiempo suficiente para dejar mis apuntes y levantarme para atenderlo. Yo me encontraba al fondo del cuarto repleto de objetos antiguos, que se hallaban distribuidos por las paredes laterales. Y en la entrada, a un lado de la puerta principal, un escaparate de cristal blindado que mostraba hacia el exterior unos artículos de línea blanca de hace por lo menos treinta años, acomodados como si se tratara de una cocina de aquellos tiempos: Una estufa, un refrigerador, un trastero y un fregadero. Para hacerlos llamativos, colocaron las figuras de cartón en tamaño natural, de una pareja de esposos sonrientes, presumiendo aquella antigua habitación. 

 Las personas que llegaban a la tienda, por lo regular compraban cosas pequeñas o baratas. Rara vez se llevaban muebles o línea blanca. Pero aquella mañana, vino una familia bien vestida. Noté a simple vista que se trataba de una familia adinerada. Hasta su pequeño hijo de unos catorce o quince años, vestía de traje y corbata. El señor, de cabello cano y escaso, lucía un traje azul impecable y unos zapatos relucientes. La señora, de tez blanca y cuerpo delgado, se veía encantadora en aquel vestido largo de telas finas de color rosa. Por la forma en que se miraban y sonreían, se apreciaba el cariño inmenso que se profesaban. Porque además, mantuvieron unidas sus manos, todo el tiempo que permanecieron en la tienda. Después de saludarme, preguntaron por muebles de los años ochenta. 

Para fortuna nuestra, teníamos una recámara completa de principios de esos años. También había un comedor con su vitrina, que por poco se me olvida mostrarles. Compraron todos los muebles de esa década. Previamente, había llamado a don Gregorio por el teléfono de dos piezas, que tenía conectado hasta su cuarto. Cuando le hice saber de la intención de esta familia por adquirir los muebles ochenteros, vino muy feliz, acompañado por su esposa, doña Sofía. 

Tras esa venta, de las que pocas veces ocurría en esa tienda, don Gregorio quiso compensarme. 

- Joven Carlos - Me dijo don Gregorio - Me gustaría compensarlo por lo de la venta, ¿Qué le gustaría? ¿Quizás algo de dinero? 

- No se moleste, don Gregorio - Le respondí con sinceridad - Era mi trabajo

- Es cierto, muchacho - Insistió mientras me tomaba del hombro - Pero ya te siento parte de esta familia, ¿No te parece?

- Gracias, don Gregorio. Por eso no tiene que darme nada. Porque siento que todo lo de esta tienda es mío - Le dije con una sonrisa blanca de complicidad

- Entonces, ya sé lo que voy a poner en tu cuarto. ¿Te gusta ver televisión? 

- Por supuesto - Le respondí sin pensarlo

 

El televisor que instaló en mi recámara al día siguiente, era un enorme aparato de los años cincuenta, pero en muy buen estado. Sin embargo, no lo ocupé sino hasta el siguiente sábado. Aquel día me levanté algo tarde ya que los fines de semana, no se abría la tienda. Me bañé. Me vestí. Me senté en el viejo sillón de los setentas. Y contemplé el televisor apagado. Después de algunos segundos de reflexión sobre lo que haría esa mañana, busqué el control remoto. Pero en seguida reaccioné. Esos televisores no usaban control remoto. Aún no se inventaban. Tuve que levantarme y encenderlo manualmente. Luego de unos dos minutos encendió. La estática primero. Pensé entonces: No funciona. Pero tuve que retractarme. Funcionó. 

Comencé viendo unos anuncios comerciales en blanco y negro, que no reconocí. Luego, miré una serie... ¡Que tampoco reconocí! Era obvio pensar que don Gregorio no tuviera señal de Cable. Por lo que me conformaría con los canales de televisión abierta. Pero aquel programa, parecía muy antiguo. Demasiado antiguo. 

De pronto, recordé que los televisores antiguos a estas fechas, estaban deshabilitadas para tener señal. Si acaso, con algún receptor especial. Entonces, decidí cambiar de canal. Y lo que encontré, me sorprendió más. Era como una película antigua pero... ¡Hecha en mi ciudad!

A pesar de que no estaba el parque central, tal y como se le conoce ahora, si reconocía las calles aun no pavimentadas. Había menos edificios. El Hotel Ferrara no existía. Y eso que yo lo conozco desde hace diez años. Las personas vestían diferente. Y sus peinados, también eran distintos. Todo esto lo miraba tan cerca del televisor que era imposible equivocarme. 

Lo que siguió, me erizó los vellos del brazo. Y me causó una breve angustia. Reconocí a mi padre en su juventud. Practicaba baloncesto en una sencilla cancha de baloncesto que se encontraba a un lado de ese parque central, que aún era muy pequeño. ¿Y los cines? Tampoco estaban los cines.

Del miedo que sentí, le cambié de canal nuevamente. Sólo para encontrarme con otra vieja película, que me mostraba otra época. Pero el mismo pueblo de Satola. Ya no estaba la cancha. Pero el parque aún era pequeño. Ya estaban los cines. ¡Y mis padres eran novios!

Entonces empecé a comprender. ¿Acaso estaba viendo mi vida en la pantalla? Respiré profundo. Me pellizqué. No estaba en un sueño. Aquello era muy real. Y trataba de mi vida, desde antes de ser concebido. Muy extraño. Bastante extraño.

 

Para confirmar mi teoría volví al canal anterior. Y en la escena no estaban los cines. Estaba la pequeña cancha de concreto. Pero ya era de noche. Avance dos canales. Las personas que pasaban por el centro del pueblo no eran mis padres. Pero vestían distinto a las épocas pasadas. Había más centros comerciales. La iglesia que se encontraba a un costado de los cines desde el primer canal que vi, tocaba sus campanas. Muchas personas iban a misa. Entre la multitud, vi llegar a mis padres con un bebé en los brazos. 

 

 

 


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