Tostada

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Tostadas. Con su aceite de oliva que repunta a amargo. Tomate estrujado sobre el pan que previamente fue untado con ajo. Aroma a días de no hacer nada. Toma de razón de la pereza, ante la taza de café humeante.

No me digas que no te apetece. Está buenísimo todo. Le dijo mientras retiraba la cafetera del fuego. ¡Ni que hubiera preparado yo el desayuno...!, insistió.

El olor a pan lo invadía todo. Ese olor dulce que a todo el mundo gusta, se fundía con el olor del tomate sobre el aceite calentado por el pan recién tostado.

¡Huuum, qué bien huele! Huele como tú. El olor de pan caliente siempre me ha parecido femenino. Que huele a mujer. Que huele como tu vientre, ni más ni menos. El del aceite de oliva siempre me ha parecido el de un perfume antiguo; el de un aceite balsámico que llega hasta nuestros días desde la época de los romanos, que parece que lo inventaron todo.

La besó en la mejilla; despacio?, sin prisa de ningún tipo. Moroso en sus movimientos; perezoso en llegar al término de su acción. Recreándose en su agitación, como un gatito jugueteando con el ovillo de lana.

Quiero fundir tus labios entre mis dientes. Humedécetelos con el aceite, por favor, que semeja la textura del gloss, pero no tan fresco como éste, sino mucho más cálido? Me parece que saben a mermelada de arándanos? Y los míos, ¿a qué te saben?

No le respondió, pero sí que le miró su boca, se mordió su propio labio con sensualidad y le devolvió el beso. Parecía que quería adivinar el sabor de ellos, pero no dijo si lo había previsto o no, ni siquiera si le sabían a algo o sólo a la tostada que estaba comiendo. Prosa en su identidad, con apariencia física de sílfide; etérea como el aire en el que habita; delicada como el polvo de ala de mariposa.

Eran pocos los días que llevaban conviviendo. Habían sido muy intensos. Como si cada uno de ellos fuera el último que pasarían juntos, cuando tan solo eran los primeros en el paso del tiempo que los llevaría al adormecimiento de las pasiones y, quizá por eso, también, ciertamente, eran los últimos.

Siempre me acordaré del sabor de tus besos, le aseguró a ella. No creo que jamás se me olvide su gustillo y lo a gusto que estoy contigo estos días; los primeros de nuestro matrimonio sin papeles, que ni falta que nos hacen?

Ella no le respondía nada. Callaba. Perezosa y zalamera, se dejaba hacer. Silencio con mirada de cachorro felino, en ella parecía que se oía?, se intuía, se podía decir, un ronroneo gatuno en su garganta. Pragmática, continuó comiendo en cuanto tuvo la boca libre de impedimentos. Gata sicalíptica a la que parece que gustan los maulas, como una mala pécora, se mostraba a los ojos de él: astuta, taimada y viciosa, en su silencio de geisha durante la ceremonia del té. A él le gustaba este punto de pecado en ella y la hacía muy deseable. Le gustaba el peligro sin duda y ella callaba sutil, sabedora de que su silencio mimoso encendía la pasión en el temerario. Él metió la mano por el escote del camisón de ella y pellizcó su pecho con delicadeza. Ella no emitió ningún quejido sonoro. Tan sólo se encogió sobre sí misma, llevándose el brazo al pecho. Seguía comiendo con vagancia, la muy tunanta.

Fuera, ya había avanzado la mañana, que no tuvieron prisa por levantarse. Se sentía el frio tras los cristales, aunque el día se mostraba soleado. Dentro, habían puesto la calefacción al poco de levantarse. El ambiente estaba templado, pero el ánimo caldeado de él hacía tórrida su conversación. Lengua de fuego. Palabras férvidas. Vehemencia en las manos de él, que buscan el cuerpo de ella. Ella se encierra en el silencio y hace elipsis de su deseo. Hace mutis por la puerta del aseo que hay en el pasillo cabe la puerta de la cocina. Él aprovecha el pretexto para echar un vistazo del periódico digital en la Tablet pija. Noticias aun del día anterior. Tampoco se han levantado tan tarde. Aún no ha comenzado el día. Podían haber continuado un poco más en la cama. Quizá hubiera sido lo más oportuno, ¿no te parece?, se pregunta. Fiesta. Todo el día para ellos, lejos de su trabajo que no le gusta nada, que aborrece. Se considera un mero ganapán con estudios. Un proletario del ordenador. Un soguilla de mercaderías virtuales. Un mercachifle. Un charanguero a la fuerza y, a la perpetua, reo encomendero de encargos fútiles, que ni le interesan ni le competen. Así se consideraba él, aunque no lo veían así los demás, que le veían en un buen puesto de trabajo, más que nada por su remuneración. Cada vez le cuesta más disimularlo y no contarles a los demás su desgana. Es muy joven. Demasiado joven. Por lo menos, podría resultar irónica su actitud, por no decir cínica, como poco.

Te quiero, le dijo a ella nada más llegar de su partida, ausencia cuasi retórica que aprovecho la diva para limpiarse los dientes. Él la besó en la boca y notó el sabor a dentífrico que no le gustó. Esperaba el deje del café en sus labios y no quería paladear ningún sabor sintético. El beso fue de chicle de clorofila sin azúcar, con edulcorante artificial. Poco genésico.

Ella no le contestó. Se limitó a asentir con una sonrisa pícara, que a él le bastó. Seguía jugando con él mediante su silencio, displicente en apariencia y coqueto en el fondo. Él le seguía el juego a ella. Comprendía la intención traviesa de su amada. Sentía como ella se hacía de rogar, pero que en ese intríngulis ponía a flor de piel su deseo somático.

Él no dejaba de arrullarla. Se le notaba su libido encendida por todos los poros de su piel. Sus manos no renunciaban a buscarla. Ella se dejaba hacer, pero no se entregaba. Se hacía la remolona, quieta, torpe?

De repente, ella se levantó y abandonó la cocina sin recoger, diciéndole a él ?sígueme? con su cuerpo.

Él fue obediente.

 

En Leganés, a 16 de marzo de 2014


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