La casa de las naranjas (II)

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(Esta historia no la he inventado yo, ni me ha ocurrido a mi; me la contó una chica que conocí en un chat, la cual conociendo mi afición a escribir me pidió por favor que la convirtiera en novela. No sé si seré capaz de lograrlo, pero seré fiel al relato de su sufrimiento infantil, cambiando cualquier detalle que la pudiera identificar. Esta chica es un ser maravilloso que necesita sacar de su interior el dolor que la domina. Si escribiendo su historia, alivio su dolor, ya me doy por satisfecha.)

 

II

 

Decido comer en el patio trasero, porque en la casa hay demasiado polvo. Intentaré que en pocos días recupere su aseo habitual. El sol resulta agradable; calienta las baldosas de arcilla gastada y no llega a sofocarme. A diez metros se levanta la selva de naranjos descuidados, rodeados de zarzas y malas hierbas. Estoy rodeada de una vida caótica que crece a sus anchas y sin dueño. La brisa me recuerda que el mar está a un quilómetro, y que existe algun camino por entre las malezas que conduce a su vera; siempre hay un camino que conduce al mar. Aquí, en la casa, ya no hay gallinas, ni conejos, ni cabras; seguramente muchas ratas, pero no las veo. La brisa también me traslada hasta el día en que llegue por primera vez a este rincón tan miserable y tan vivo. Me dejo arrastrar por los recuerdos. Me dominan. Viajo en el tiempo a un pasado desesperanzador.

 

No fueron demasiados quilómetros, quinze, quiza veinte, pero lo vivido en los días anteriores y la sorpresa me ataron el estomago. Quería llorar, y no me lo permitía a mi misma. Me daba miedo llorar, porque cada vez que lloraba mi padre entraba en cólera; y lo veía a él, tan serio, conduciendo en el asiento delantero que no quería estropear el día más de lo que ya estaba estropeado. Recuerdo que vino a buscarme al colegio, a la hora de religión, cuando aun faltaban tres horas para volver a casa. La monja me llevo de la mano hasta mi padre, y él me dijo que, para mi, el curso ya se habia acabado; que al fin y al cabo, ya estábamos a quince de junio, y quedaba solamente una semana para empezar las vacaciones de verano. Le pregunté que porque me había venido a buscar, que porque se acababa para mi el curso, y me respondió que mamá y él se separaban, que era lo mejor para todos, que ya no habría más peleas, ni platos rotos, ni golpes. Dijo que ya no tendría que huir de casa, como hice el fin de semana pasado cuando la policia me encontró en la calle y me acompañó de nuevo hasta ellos. Recuerdo que la agente que me daba la mano se asustó mucho porque vio a mi padre lanzando un vaso de cristal contra mi madre en el balcón. El vaso cayó en la calle y casi nos da. Mi madre gritaba y arrojaba contra mi padre la tierra de las macetas. La policia les asustó mucho a ellos, y también a mi, porque dijo que iban a poner una denuncia y que me quitarían de su lado. Por eso ahora mi padre me decía que eso nunca volvería a ocurrir, y que en parte, que yo estuviera lejos de casa, nos ayudaría a todos a tranquilizarnos, porque iba a haber un juicio, y en ese juicio decidirían si me quedaba con mis padres o no. Al decirme esto, comprendí que me iban a dejar sola, que se alejaban de mi, y le pregunté a mi padre que donde iba a ir yo si no iba a estar en casa. Y me dijo que pasaría el verano en una casa preciosa, rodeada de árboles frutales, con una tía suya, muy mayor, que había sido maestra y que me cuidaría muy bien. Y fue en ese preciso instante en que sentí que tenía que llorar. Porque el verano era muy largo y yo no quería estar sin mis padres. Papá me dijo que tres meses pasaban muy deprisa, y que la playa estaba cerca de la casa, que iba a vivir muy cerca de la naturaleza y que descubriría cosas increibles. Yo le supliqué que no me dejaran sola; y él me respondió que no estaría sola, que su tía estaría conmigo y que podríamos hablar alguna vez por teléfono. Y entonces subimos al coche, y me llevo hasta la casa. Tenía una maleta preparada para mi en el asiento de atrás; y me dijo que no me preocupara, que mamá la había preparado y que tenía todo lo que necesitaba, y que si me faltaba algo, la tía me lo compraría, porque ellos le dejaban dinero, mucho dinero, para que yo estuviera bien cuidada.

 

 

Pude aguantar sin llorar hasta que vi como el coche se adentraba por caminos de tierra entre arboles sin podar rodeados de plantas con espinas. Había muchas moscas, y de vez en cuando, entre los árboles, aparecían canales de aguas oscuras y malolientes. No vi ninguna casa a lo largo de los cuatro o cinco quilómetros que recorrimos por los caminos; y por eso lloré, porque me daba la sensación que me abandonaba en el final del mundo. Y él se enfadó y me llamó criaja de mierda. Y dijo que parecía mentira que ya tuviera diez años, a punto de hacer once; que él, a mi edad, ya trabajaba; y que en el fondo, todo había ocurrido por mi culpa, por haberme escapado de casa; por haber regresado con la policia y por haberles metido en un lío tan grande. Entonces le pregunté que por qué mamá no había venido a traerme, que por qué no podía darle un beso de despedida. Y aun se enfadó más; y me dijo que mi madre era una mala persona y que él no quería verla más, que si no había venido a acompáñarme es porque yo no le importaba.

Llegué llorando a la casa de la tía, y me asusté al verla tan vieja, tan desastrada. En el fondo, estaba más o menos como está ahora, aunque mucho más limpia por dentro. El patio que rodeaba a la casa era como una pequeña isla de tierra roja en medio de la selva de naranjos silvestres y hierbas despeinadas. En el patio estaba la charca. Y mi tía abuela nos esperaba de pie vestida de negro con la mirada perdida. Recuerdo que berreé gritando que no quería quedarme ahí. Me agarré a mi padre, que me empujó hacia mi tia abuela, maldiciendo. Le dio a la mujer un sobre con dinero y sin explicar nada más le dijo que ya iría llamando y se fue corriendo mientras mi tia abuela me agarraba y yo lloraba y braceaba. El coche se alejó por los caminos y después de cinco minutos mi tia abuela me soltó. Fue entonces cuando me di cuenta que la maleta se había quedado en el coche, y me sentí aun más miserable. 

 

 


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