La bibliotecaria
Por Azel Highwind
Enviado el 23/03/2015, clasificado en Adultos / eróticos
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La biblioteca es para mí un refugio espiritual, un santuario donde todo mi espíritu, mi persona y mi alma se encuentran con armonía, se conjugan en gerundio para hacerme completo, para hallar el participio de mi persona, para conocerme de verdad. Es en la biblioteca donde encuentro mi palacio de los recuerdos, lleno de lugares donde mi imaginación vuela mucho más alto que cualquier pájaro, mucho más lejos que cualquier avión o ingenio aeroespacial.
Y es entre sus libros y estanterías donde se apremian mis fantasías, donde el motor de mi imaginación se nutre del combustible onírico, donde se conjugan todos los estímulos necesarios para hacer rodar los engranajes de mi fantasía: los alicientes para mi psiquismo.
Por eso, jamás me hubiese imaginado encontrar ese tipo de aliciente, esa incitación, física, carnal, mundana, que me hechizó para luego subyugarme y poseer no sólo mi cuerpo, sino también mi intelecto y mis más impúdicas fantasías:
Era un día como cualquier otro. Estaba yo en la biblioteca, rodeado de sueños y de literatura, cuando la bibliotecaria se me acercó y, con una sonrisa en los labios, me preguntó qué estaba leyendo.
Relatos de Maupassant, yo le respondí, y también alguno del maestro Poe.
Ella, con la simpatía de una doncella victoriana, pero también con la picardía de una mujer que le gusta tomar el mando, me confió el pensamiento morboso y sombrío que tenía hacia la obra de Poe.
Con la sensación de quién recibe una caricia halagadora, yo también le confesé mis pensamientos, un tanto lúgubres, que se vestían de inocente inquietud.
Y fue con esa misma efusión que impregnaba todos sus movimientos, que se sentó a mi lado, infiriendo a todo mi cuerpo el deseo de quién encuentra un oasis lleno de dulces frutas que brillan con destellos cristalinos y acuáticos, después de vagar largas semanas por un desierto abrasante.
Y yo, persona ascética, de ermitaña fantasía, acostumbrada a los paseos solitarios, a las excursiones íntimas por las selvas de mi subconsciente; sólo pude escucharla, atender cada una de sus palabras como si fuesen inventadas en ese mismo instante, en su lengua y en su boca.
Me invitó a navegar por la literatura clásica de la antigua Grecia, y nada más pude hacer yo que entregarme a ella y a su fantástico viaje. Durante más de una hora quizá, me guió por los mitológicos senderos de la obra de Homero, cogiéndome de la mano como una Pausanias moderna que me conducía por los parajes más emblemáticos de la antigua literatura micénica, iniciando un recorrido emocionante en los primeros papiros literarios de la Creta minoica y llegando hasta el que fuese posterior legado helénico.
Sus palabras sonaban tan familiares, y su hablar, tan cercano, que convertía lo distante en próximo; lo inaudible, en músicas aqueas; lo invisible, en arte totémico que abría sus alas de halcón y bramaba como las osas de Ártemis. Y así, escuchándola hablar de una manera tan familiar de una era tan remota, tan mezclada con la fantasía y el mito, no pude sino postrarme al regazo de sus encantos, oliendo su perfume, que era la cornucopia de todas las fragancias, y que casi llegaba a saborear.
Y fue en ese preciso instante cuando sentí su mano en mi muslo, para preceder a una invitación a levantarme y, mientras me cogía de la mano, llevarme a un rincón oculto entre dos estanterías.
Su sonrisa húmeda y cristalina se entregó con repentina picaresca a los libros cuando giró todo su cuerpo como una bailarina y toda la curvatura de su silueta se congregó en dos muslos afrodisíacos que rozaron mi pelvis, delectándome con una lujuriosa palpitación.
El corazón me dio un brinco. Jamás había mirado a la bibliotecaria como la miraba ahora. Jamás me había fijado en sus glúteos que insinuaban el abrazo sexual antes de la penetración, como el frutal de ensueño para ese explorador emocionado que se interna en un paraíso. Nunca antes me había fijado en su cuello de cisne, en su pelo gorgónico, tan tentador como un jardín flotante del primer palacio del mundo; o en su cintura de serpiente, que aspiraba a ser más sinuosa que el viento.
Entonces ella se fue girando, untando mi pelvis y mi vientre con una sensación de acuáticos movimientos. Sus carnosos senos rozaron mi pecho y, cuales aves anhelosas, sus manos anidaron en él, como su pelvis, acariciando mi miembro erecto.
Su lengua ya estaba en mi boca cuando me lancé a saborear ese mar de placeres orgásmicos.
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