HAMBRE

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HAMBRE

Soy un lobo rodeado de ciervos y ovejas. No les entiendo, no son como yo... me siento tan desafortunado, tan incomprendido... Pero ellas, joviales, tiernas y femeninas, me resultan tan deliciosas... Sí, soy un lobo oculto, rodeado de estas deliciosas ovejitas que ignoran mis auténticos anhelos. Ellas no pueden imaginar, ni por asomo, el hambre tan voraz con el que despierto cada día. Y cada noche, tras haberlas observado minucio­samente durante todo el día en mi caverna reservada, una cárcel de mi libertad, cuyos ba­rrotes son mi propio disfraz para ocultarme, duermo con aún más hambre, porque aún más las deseo. Ignoro a los ciervos, ellos no me importan nada. Pero ellas, las ovejas, es­tán tan presentes que a veces me hacen olvidar que soy un lobo, y que debo cazarlas. Vivo con la constante duda de cuál debe ser mi actitud con ellas, si amarlas, despreciar­las, o por el contrario, cazarlas para saciar mi hambre. Si obedecer a mis pensamientos, a mis emociones o a mis instintos tan famélicos.

Así he pasado mi vida, hambriento y a la vez asustado por no saberme capaz de cazarlas, refocilarme en el gusto de su sangre; o quizá temeroso por descubrirme como un inútil cazador, herido en mi orgullo como la hojarasca, caída con la llegada de una ve­jez prematura y triste. Cada noche, sometido a mi cruel hambruna, me juro y me perjuro que algún día me atreveré a probarlas. Ni siquiera sé cómo yo, un auténtico lobo, ha ter­minado viviendo rodeado de ciervos y ovejas. Ni siquiera recuerdo el inicio, ya que siem­pre me he visto rodeado de ciervos y ovejas. Nací y ya las vi, tan distintas a mí, tan obtu­sas con su fácil felicidad, tan torpes y a la vez tan hermosas. A medida que crecía, supe que yo no estaba hecho del mismo material. Yo no era como ellas, pero las deseaba. Sin embargo, ellas me veían a mí como a un ciervito más, o como si fuera el perro pastor, que ladra pero no es capaz de morder hasta desgarrar la carne y comerla cruda. Pero yo puedo, yo sé que puedo, yo sé que podría asirlas con mis fauces, desgarrarlas y tragarlas vivas. Sé que podría... pero soy incapaz de atreverme. ¿Y si no puedo?

Ellas, quizá a causa de su torpeza, nunca me han temido. No me reconocen como un lobo, así que no tienen razones para temerme. Quizá por eso no me siento con fuer­zas para cazarlas, porque no veo el miedo en sus ojos y no me siento como un domina­dor seguro. Si ellas al menos mostraran algo de incertidumbre... pero no, permanecen impasibles, como si yo fuera totalmente inofensivo. ¡Ah, maldita sea! ¿No se dan cuenta de que soy un auténtico lobo? ¿Cuándo voy a atreverme? ¿Cuándo? A pesar de mis du­das lo que más me tortura no es esto, sino las sensaciones y sentimientos tan desencon­trados que ellas me producen. Primero sentí repulsión por ellas, tan distintas a mí. Las veía tan insignificantes que yo me creía un ejemplar único y súper dotado sobre el resto de animales. Más tarde comencé a desear su carne, pero su indiferencia hacia mis colmi­llos me frenaba. Decidí esperar a sentirme seguro. Con el paso de los años, terminé por observar en ellas pequeños detalles que me colmaban de ternura. El rizo de sus lanas, sus hocicos asimétricos, sus balidos tan histéricos pero espontáneos y sinceros. Las deseo, quiero cazarlas y deglutirlas, pero temo hacerlas daño. ¿Soy poderoso y podría cazarlas, o sólo soy un vulgar lobo desdentado esclavo de su propia mentira?

Pienso que un día, hastiado de mi soledad hermética, me introduciré en sus terre­nos disfrazado de una oveja común. A veces imagino, e incluso veo en mis peores pesa­dillas, que descubriré algo descorazonador, que me desvele de mis pensamientos y me haga ver lo muy mediocre de mi existencia. Pienso y sueño que todos somos lobos dis­frazados de ciervos y ovejas, y que mi ausencia de disfraz es mi condena. Que yo no soy un lobo con disfraz de oveja, sino que muestro sin pudores mis oscuros pelajes y mis fauces abiertas, y que ellas se burlan de mi pavonería. Pienso a veces que todos somos lo­bos, pero que ellas, mucho más inteligentes que yo, se han cubierto de lana para así pasar inadvertidas, en su tonta felicidad, ajenas a mi laberinto de caóticos pensamientos, que me sumen en esta infelicidad tan perenne. Y pienso, como una daga anclada en mi men­te, que todos tenemos hambre. Mucha hambre.


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