¡DIOS! ¡COMO HUELE!

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                                     ¡Dios! ¡Cómo huele!

          El día podía despuntar con indicios de humedad y las paredes oliendo a cal o, al contrario, oliendo a seco, porque el sol se encargaba de ello; quizás, el viento podía arañarme la cara por la parte derecha, porque venía del sur, o besarme por la izquierda, porque venía del norte. ¿Qué más daba? Desde hacía ya una década que mi jornada todos los días empezaba igual, siempre era lo mismo.

Todas las mañanas, de todos los días, llegaba a su casa a sabiendas de lo que me iba a encontrar. Era cruzar aquella enorme puerta de madera caoba y, como con un canto en las narices, me llegaba aquel olor repulsivo, incitando un desfile de corrosivos jugos gástricos dentro de mí, haciendo el recorrido a la inversa.

Yo era la encargada que le hacía de despertador, su cuidadora, me había convertido en su único punto de apoyo. Por nuestras venas no corría la misma sangre, pero me sentía en deuda con él. Hubo un tiempo en el que yo necesité ayuda y, sin preguntar, él me la ofreció. Ahora la situación había cambiado, era a la inversa: él precisaba de mí.

Ya desde el pasillo, mientras iba acercándome a la habitación principal, podía observar cómo la leve luz del día, que los agujeros de la persiana dejaban pasar, era capaz de revelar la silueta de alguien tirado en la cama.

Una vez dentro, lo primero era abrir los portones del ventanal para dejar que el aire fuese el encargado de oxigenar aquella atmósfera.

Seguido, me plantaba a los pies de su cama y lo llamaba:

?Padre, ya es hora, debería levantarse.

Él nunca respondía, solo resoplaba.

Era entonces cuando me llegaba desde el interior de su boca algo tan o incluso más ardiente que una llama de fuego lanzada por Cerbero. Me quedaba mirando con los brazos en jarras aquella vergonzosa escena, aquella que se repetía una y otra vez, cada mañana. Aquel ser, que sin éxito, intentaba buscar con el torpe movimiento de la mano la botella de agua que siempre colocaba al lado de la cama, con el fin de notar el tacto del plástico en las yemas de sus dedos. El más mínimo movimiento de su cuerpo podía hacerle despedir el Johnny Walker que hasta las tres de la mañana había estado consumiendo en solitario. A veces, alguna prostituta lo visitaba bien entrada la madrugada y se marchaba tan rápido que su estancia parecía un mero acto de presencia. Al día siguiente, si conseguía acordarse, rezaba para que la mujer de alegre vida no le hubiese dejado ningún regalito en forma de venérea.

Los dolores de cabeza eran constantes y los calambres vertebrales parecían estocadas que recorrían todo su torso. No sé cuánto más podría aguantar su  deteriorado esófago.

La resaca se había convertido en su prometida, la que a cualquier lado lo acompañaba, la que se acurrucaba cada noche a su lado esperando al alba para volver a despertarlo de la peor de las maneras.

Su expresión vacía y triste mostraba rasgos de ira con la vida, por haberle convertido en un miserable.

Cuando conseguía sentarse en la cama, esperaba cinco minutos a que su estómago se asentase. Seguidamente se ponía de pie, andaba hasta el cuarto de baño para asearse y maquillaba su rostro maltratado por las circunstancias con una dosis de falsa fe, se vestía como podía mientras dominaba los achaques de los venenos de los que abusaba. Después se dirigía al armario, lo abría y cogía los bártulos, se colocaba su alzacuello y bajaba a dar la misa de doce.

Aquella mañana nada parecía que iba a ser diferente, pero lo fue. Recuerdo que el sol quemaba, parecía que en algún momento el asfalto tuviese que despedir vapor, el sol cegó mis ojos, nunca olvidaré aquella mañana en pleno mes de julio.

Cuando entré en esa casa, el olor me asaltó como siempre, aunque semejaba como más concentrado. ¡Dios! ¡Cómo huele!, pensé. Caminé por el pasillo. La luz de las rendijas no delataba ahora ninguna silueta postrada en la cama. A cada paso el olor se hacía más intenso. Conseguí llegar y entrar en la habitación. Una botella de whisky había caído al suelo, la mesilla de noche tenía los dos cajones abiertos y, sobre ella, un cenicero sosteniendo una colilla que se había extinguido por sí misma. El olor ahora era insoportable. Busqué con la mirada por toda la habitación. Las cortinas habían sido arrancadas quedando medio colgadas, medio en el suelo. Las puertas del armario estaban de par en par. A los pies de las mismas?

Un cuerpo yacía en el suelo, con la cabeza hacia abajo, como reposando. Lo ingerido hacía dos horas quería salir de mi cuerpo a toda costa; por mucho que intentaba aguantarlo dentro, no podía retenerlo. Le cogí con la intención de darle la vuelta. Noté el frío de su cuerpo en mis manos, que subió por mis brazos y me abrazó hasta las sienes. Su rigidez me lo puso difícil y por mi garganta solo salieron palabras pidiendo SOCORRO, AYUDA, SEÑOR.


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