PLACER PERMITIDO
Estaba agotada. Después de un día abrumador soportando otra vez el calor y la humedad de una ciudad que transpiraba verano, emergió de las entrañas del infierno en estación Uruguay. Cruzó Corrientes arrastrando su maletín y su alma, y se metió en la galería hasta el hall de ingreso al edificio. Ascensor al piso de su departamento, en un corto viaje que agradeció fuera en solitario. Todo era mejor para ella en solitario. Pero no estaba de ánimo para interpelarse.
Lo primero que hizo al llegar a su casa fue quitarse las sandalias. Era uno de los pocos placeres que se permitía, sentir en la planta de los pies el frío de los mosaicos. Otro era la copa de vino blanco de cada noche.
Al abrir la heladera para buscar la botella de chablís, flasheó la voz familiar como una letanía: no, que estás en patas. No me rompas mamá, dijo espantando fantasmas y siguió con lo suyo.
Apoyó la copa llena sobre el escritorio y se quitó la ropa. En bombacha y corpiño pasó frente a la compu y la encendió. Mientras se configuraba aprovechó para traerse de la cocina una manzana pelada y cortada en trocitos, para remojar en el vino. Prendió el ventilador, se sentó y abrió una de sus cuentas de correo, la íntima, la que le daba a unos pocos. No había novedades, hacía meses que él había dejado de escribirle y casi un año que no se veían, y era el único de sus contactos con alguna posibilidad de revivir. En realidad seguía revisando esa cuenta por hábito, pero poco le importaba que hubiera o no noticias. Estaba bien así, sola. Para todo. Abrió la página de relatos y cliqueó en la pestaña eróticos. De haber algo que valiera la pena le serviría para distraerse hasta que llegara el sueño.
Repasó títulos, autores, recomendaciones. Basura. Estaba harta de caer en la trampa de ponerse a buscar una perla de esas que aparecían cada tanto. En todas las páginas similares era lo mismo, un montón de pajeras y pajeros calentones, describiendo obscenamente polvos que nunca se habían echado, con tal escasez de creatividad que no podían calentar ni a un preso. Ella no tenía tiempo ni gana de escribir, y quizá tampoco tuviera la destreza para hacerlo, pero sabía perfectamente lo que quería leer. Un relato cautivante, que la sedujera, que sutilmente y sin aviso le empapara las bombachas. ¿Tan difícil sería lograr algo así?
Se respaldó en la silla, estiró las piernas y tomó un sorbo de vino. Tal vez un video. Rutinaria como era, buscó en la página de siempre. Y el resultado fue el de siempre. Putas de plástico gimiendo en inglés; negros con unas pijas enormes como antebrazos que daban terror; unos pocos videos realmente amateurs con un grado aceptable de goce no fingido, pero de pésima calidad técnica. En cuestión de videopornografía autenticidad y calidad parecen incompatibles, concluyó, cerrando su sesión nocturna de vida virtual.
Decidida a liquidar el resto de vino que le quedaba en la copa, salió al balcón a respirar aire nocturno. Asomándose a la baranda alcanzaba a ver un retazo de cielo oscuro, alguna estrella pálida y un par de ventanas indiscretas. El ruido de la calle a esa hora era leve y se filtraba entre los edificios. Tomó un sorbo de vino disfrutando de una sensación de soledad que la reconfortaba. El mundo estaba ahí, pero ella elegía estar sola. Hasta que lo vio.
Era canoso, alto y delgado, y fumaba apoyado en la baranda del balcón vecino. Como si hubiera percibido su mirada, giró y la saludó.
-Buenas noches.
Sorprendida, no reaccionó.
-Soy nuevo en el edificio.
-Ah - fue su única respuesta. Acababa de darse cuenta que estaba en ropa interior. Salió como rayo para adentro y bajó la persiana. Qué pelotudo, se quejó en voz baja. Ya lo voy a agarrar.
Para recuperar la tranquilidad perdida en un instante, se sirvió una segunda copa de vino. Era una desprolijidad necesaria. Cosas permitidas excepcionalmente. La ruptura, lo inesperado, tenían un lugar muy acotado en su vida. Dejó la copa sobre el escritorio y bajó la cama de dos plazas empotrada en la pared. Ganaba espacio en su monoambiente sin perder comodidad. Se echó sobre las sábanas blancas, limpias, bien estiradas y frescas, y recuperó la copa para ir tomándola a sorbos. Iba por la mitad y ya sentía el relajamiento previo al sueño cuando escuchó el ruido. Inmóvil, prestó atención. Un golpe suave contra la pared a la que daba el espaldar de la cama. La medianera compartida con el vecino. Pum, pum. Paraba. Segundos. Pum, pum. Paraba. ¿Qué hacía ese pelotudo, otra vez le iba a robar la tranquilidad? Se sentó en la cama, empinó el resto de la copa y se quedó esperando los golpes. Pero lo que escuchó fue un jadeo. Clarito, alguien jadeaba del otro lado de la pared. El jadeo se hizo más intenso y volvieron a sonar los golpes en la pared. Pum, pum, pum. Ya no se interrumpían. Ella permaneció quieta esperando más. Y hubo más. Los jadeos se hicieron cada vez más graves hasta transformarse en una ronquera áspera que se cortaba con suspiros profundos, al tiempo que los golpes en la pared se hicieron incesantes. Estaba decididamente alterada y sin posibilidad de reacción. Su respiración era agitada, el corazón bombeaba fuerte, las manos le transpiraban y las piernas cruzadas apretaban los muslos, casi a su pesar. De pronto la pared sonó como si la fueran a demoler y el ronquido se hizo gutural y ahogado. Largo. Jadeos. Otra vez el ronquido, esta vez seguido de un ahhh aliviador e interminable. Luego, el silencio. Normalizó la respiración y aflojó los muslos con morosidad. Después se recostó estirándose cuan larga era para que los músculos, tensos de recibir tanta sangre alborotada, se aflojaran.
Recuperado el control se sacó la bombacha empapada con sumo cuidado. Estaba tan sensible que el mínimo roce podía desencadenar el orgasmo tan esforzadamente atesorado. Quitándose el corpiño caminó hacia la ducha disfrutando de uno de los pocos placeres que se permitía: sentir en la planta de los pies el frio de los mosaicos.
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