La Puerta de la Villa

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Anochece. Hace bastante frío. Los dos guardianes de la Puerta han hecho una hoguera. La calle principal está casi desierta. Dos ancianas, que acaban de pedir permiso a los guardianes para entrar, regresan a sus hogares; seguramente vengan del cementerio. Y un joven jornalero se dirige, en sentido contrario, hacia su casa, próxima a la muralla.
Levanto los ojos y observo a otros dos soldados patrullando sobre la muralla. El viento trae fragmentos tenues de su aburrida conversación.
El cielo está pintado de naranja y azul cada vez más oscuro. Me gusta caminar hacia la Puerta de Poniente todas las tardes al caer el sol. Un perro ladra. Huele a leña quemada y a guisos recocidos de verduras. Un bebé llora. Mi capa ondea violentamente por el viento. Continúo andando sobre los fríos adoquines de la calle de la Puerta de Poniente hasta que llego al final. Saludo a los soldados y charlamos un rato. Nada nuevo, apenas una escaramuza con unos bandidos que querían colarse sin pagar.
Regreso a casa.


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