El kiosco

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   Afinaba los cencerros con el mismo interés que cualquier músico de una orquesta de cámara; su cigarrillo pegado permanentemente a su boca y los ojos ocultos tras aquellas gafas negras, no permitían introducirse en lo que había ocurrido en su pasado, tampoco se podía deducir qué le había llevado a que aquella silla de anea fuera su puesto de trabajo, que alternaba en atender el kiosco, que como mostrador tenía una de las ventanas de su vivienda, donde los niños nos asomábamos a comprar nuestras chuherías. Al caer  la tarde él pasaba a su interior y emulando a un mesonero formaba su pequeña tertulia. Esta la componían: un personaje que por las mañanas se le veía en la Plaza de Abastos repartiendo El Mundo Obrero al que llamaban El Comunista, o vendiendo unas flores tristes plantadas en latas viejas y perrillos sin pedigrí y un tercer hombre hijo del mar con sonrisa sempiterna. Los tres se tomaban unos vasitos de vino mezcla de dulce y blanco, montenegro le llamaban a aquello, mientras charlaban hasta que decidían irse a sus casas y  era cuando aquella ventana se cerraba.

  Sus rostros envejecidos, sus ropas raídas, sus voces al hablar...¡su pobreza!, dueños de mil vivencias, de mil tristezas, cuanta vida ignorada tras ellos. Transcurridos los años, cuando mi edad quizás se iguala a la que ellos tendrían en aquellos años, me pregunto: qué avatares le llevaron a coincidir en aquella ventana, que como metáfora de una vida se abría y se cerraba ante ellos, si el hombre que afinaba los cencerros sería consciente de que aquella profesión apenas existe, o qué pensaría El Comunista si viese que de lo que orgullosamente defendía apenas queda nada.

  Me quiero imaginar que durante aquellas conversaciones, cuando probablemente hablaban de miserias pasadas, de años de hambre, de haber cogido algarrobas, del campo o de la mar, de haber trabajado aquí o allá; ellos disfrutaban de ser testigos de como salían de unas penurias y nos dejaban un mundo mejor a los que  veníamos detrás.


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